19 de enero 2022 Audiencia del Papa Francisco. Catequesis sobre san José 8. San José padre en la ternura Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy quisiera profundizar en la figura de San José como padre
en la ternura.
En la Carta Apostólica Patris Corde (8 de diciembre de 2020)
pude reflexionar sobre este aspecto de la ternura, un aspecto de la
personalidad de san José. De hecho, incluso si los Evangelios no nos dan
particularidades sobre cómo ejerció su paternidad, podemos estar seguros de que
su ser hombre “justo” se tradujo también en la educación dada a Jesús. «José
vio a Jesús progresar día tras día “en sabiduría, en estatura y en gracia ante
Dios y los hombres” (Lucas 2,52): así dice el Evangelio. Como hizo el Señor con
Israel, así él “le enseñó a caminar, y lo tomaba en sus brazos: era para él
como el padre que alza a un niño hasta sus mejillas, y se inclina hacia él para
darle de comer” (cf. Os 11,3-4)» (Patris corde, 2). Es bonita esta definición
de la Biblia que hace ver la relación de Dios con el pueblo de Israel. Y la
misma relación pensamos que haya sido la de san José con Jesús.
Los Evangelios atestiguan que Jesús usó siempre la palabra
“padre” para hablar de Dios y de su amor. Muchas parábolas tienen como protagonista
la figura de un padre [1]. Entre las más famosas está seguramente la del Padre
misericordioso, contada por el evangelista Lucas (cf. Lucas 15,11-32).
Precisamente en esta parábola se subraya, además de la experiencia del pecado y
del perdón, también la forma en la que el perdón alcanza a la persona que se ha
equivocado. El texto dice así: «Estando él todavía lejos, le vio su padre y,
conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente» (v. 20).
El hijo
se esperaba un castigo, una justicia que al máximo le habría podido dar el
lugar de uno de los siervos, pero se encuentra envuelto por el abrazo del
padre. La ternura es algo más grande que la lógica del mundo. Es una forma
inesperada de hacer justicia. Por eso no debemos olvidar nunca que Dios no se
asusta de nuestros pecados: metámonos bien esto en la cabeza. Dios no se asusta
de nuestros pecados, es más grande que nuestros pecados: es padre, es amor, es
tierno.
No se asusta de nuestros pecados, de nuestros errores, de nuestras
caídas, sino que se asusta por el cierre de nuestro corazón —esto sí, le hace
sufrir—, se asusta de nuestra falta de fe en su amor. Hay una gran ternura en
la experiencia del amor de Dios. Y es bonito pensar que el primero que
transmite a Jesús esta realidad haya sido precisamente José. De hecho, las
cosas de Dios nos alcanzan siempre a través de la mediación de experiencias
humanas. Hace tiempo —no sé si ya lo he contado—un grupo de jóvenes que hacen
teatro, un grupo de jóvenes pop, “innovadores”, quedaron impresionados por esta
parábola del padre misericordioso y decidieron hacer una obra de teatro pop con
este argumento, con esta historia.
Y lo hicieron bien. Y todo el argumento es,
al final, que un amigo escucha al hijo que se había alejado del padre, que
quería volver a casa, pero tenía miedo de que el padre lo echase y lo
castigase. Y el amigo le dice, en esa obra pop: “Manda un mensajero y di que tú
quieres volver a casa, y si el padre te va a recibir que ponga un pañuelo en la
ventana, la que tú veas apenas tomes el camino final”. Así lo hizo. Y la obra,
con cantos y bailes, sigue hasta el momento en el que el hijo entra en la calle
final y se ve la casa. Y cuando alza los ojos, ve la casa llena de pañuelos
blancos: llena. No uno, sino tres-cuatro en cada ventana. Así es la
misericordia de Dios. No se asusta de nuestro pasado, de nuestras cosas malas:
se asusta solamente del cierre. Todos nosotros tenemos cuentas que resolver;
pero hacer las cuentas con Dios es algo muy bonito, porque nosotros empezamos a
hablar y Él nos abraza. ¡La ternura!
Entonces podemos preguntarnos si nosotros mismos hemos
experimentado esta ternura, y si nos hemos convertido en testigos de ella. De
hecho, la ternura no es en primer lugar una cuestión emotiva o sentimental: es
la experiencia de sentirse amados y acogidos precisamente en nuestra pobreza y
en nuestra miseria, y por tanto transformados por el amor de Dios.
Dios no confía solo en nuestros talentos, sino también en
nuestra debilidad redimida. Esto, por ejemplo, lleva a san Pablo a decir que
también hay un proyecto sobre su fragilidad. Así, de hecho, escribe a la
comunidad de Corinto: «Para que no me engreía con la sublimidad de esas
revelaciones, fue dado un aguijón a mi carne, un ángel de Satanás que me
abofetea […]. Por este motivo tres veces rogué al Señor que se alejase de mí.
Pero él me dijo: “Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la
flaqueza”» (2 Corintios 12,7-9). El Señor no nos quita todas las debilidades, sino
que nos ayuda a caminar con las debilidades, tomándonos de la mano.
Toma de la
mano nuestras debilidades y se pone cerca de nosotros. Y esto es la ternura. La
experiencia de la ternura consiste en ver el poder de Dios pasar precisamente a
través de lo que nos hace más frágiles; siempre y cuando nos convirtamos de la
mirada del Maligno que «nos hace mirar nuestra fragilidad con un juicio
negativo», mientras que el Espíritu Santo «la saca a la luz con ternura»
(Patris corde, 2). «La ternura es el mejor modo para tocar lo que es frágil en
nosotros. […] Mirad cómo las enfermeras, los enfermeros tocan las heridas de
los enfermos: con ternura, para no herirles más. Y así el Señor toca nuestras
heridas, con la misma ternura. Por esta razón es importante encontrarnos con la
Misericordia de Dios, especialmente en el sacramento de la Reconciliación, en
la oración personal con Dios, teniendo una experiencia de verdad y ternura.
Paradójicamente, incluso el Maligno puede decirnos la verdad: él es mentiroso,
pero se las arregla para decirnos la verdad para llevarnos a la mentira; pero,
si lo hace, es para condenarnos. En cambio, el Señor nos dice la verdad y nos
tiende la mano para salvarnos. Sabemos, sin embargo, que la Verdad que viene de
Dios no nos condena, sino que nos acoge, nos abraza, nos sostiene, nos perdona»
(Patris corde, 2). Dios perdona siempre: metéoslo, esto, en la cabeza y en el
corazón. Dios perdona siempre. Somos nosotros que nos cansamos de pedir perdón.
Pero Él perdona siempre, también las cosas más malas.
Nos hace bien entonces mirarnos en la paternidad de José que
es un espejo de la paternidad de Dios, y preguntarnos si permitimos al Señor
que nos ame con su ternura, transformando a cada uno de nosotros en hombres y
mujeres capaces de amar así. Sin esta “revolución de la ternura” —hace falta,
¡una revolución de la ternura!— corremos el riesgo de permanecer presos en una
justicia que no permite levantarnos fácilmente y que confunde la redención con
el castigo. Por esto, hoy quiero recordar de forma particular a nuestros
hermanos y a nuestras hermanas que están en la cárcel. Es justo que quien se ha
equivocado pague por su error, pero es igualmente justo que quien se ha
equivocado pueda redimirse del propio error. No puede haber condenas sin
ventanas de esperanza. Cualquier condena siempre tiene una ventana de
esperanza. Pensemos en nuestros hermanos y nuestras hermanas encarcelados, y
pensemos en la ternura de Dios por ellos y recemos por ellos, para que
encuentren en esa ventana de esperanza una salida hacia una vida mejor.
Y concluimos con esta oración:
San José, padre en la ternura, enséñanos a aceptar ser
amados precisamente en lo que en nosotros es más débil.
Haz que no pongamos ningún impedimento entre nuestra pobreza
y la grandeza del amor de Dios. Suscita en nosotros el deseo de acercarnos al
Sacramento de la Reconciliación, para ser perdonados y también capaces de amar
con ternura a nuestros hermanos y a nuestras hermanas en su pobreza.
Sé cercano a aquellos que se han equivocado y por esto pagan
un precio; ayúdales a encontrar, junto a la justicia, también la ternura para
poder volver a empezar. Y enséñales que la primera forma de volver a empezar es
pedir perdón sinceramente, para sentir la caricia del Padre. Imagen y fuente de
Vatican. Va.