La Buena Nueva, el Evangelio, rompe el esquema de cualquier pensamiento. Si los apóstoles lo dejaron todo para entender el Reino, ¿por qué nosotros nos reservamos tantas cosas? Jesús pretende enseñar algo novedoso, una manera de pensar la vida de una forma integral. Novedoso porque le da espíritu a una amplia tradición en el comportamiento y en el pensar; novedoso porque se sale del marco de lo común; novedoso porque es aprender a vivir de acuerdo con el Reino de Dios.
Jesucristo fijó su mirada en unos campesinos pescadores, y depositó en ellos su confianza de ser pastores, profetas y liturgos de su Reino. Los fue educando, los organizó, les enseñó a vivir en comunidad, compartió con ellos su Cena, y les dijo: Vayan por todas partes anunciando mi Palabra, el que se convierta, que se bautice. Les dio la máxima gracia: “A quienes les perdonéis los pecados, les quedarán perdonados. Nos dejó una responsabilidad intensa: “Que no se pierda ninguna persona que Dios nos haya encomendado”.
El Papa Francisco nos recuerda que el programa del Hijo de Dios es universal, se trata de ir a todas las naciones, de ir por el mundo, de dar a conocer al Maestro de Nazareth. Jesús lo dijo a los discípulos de ayer y nos lo dice a nosotros: ¡vayan!, ¡anuncien! La alegría del evangelio se experimenta, se conoce y se vive solamente dándola, dándose.
El
espíritu del mundo nos invita al conformismo, a la comodidad; frente a este espíritu
humano “hace falta volver a sentir que nos necesitamos unos a otros, que
tenemos una responsabilidad por los demás y por el mundo”. Tenemos la
responsabilidad de anunciar el mensaje de Jesús. Porque la fuente de nuestra
alegría “nace de ese deseo inagotable de brindar misericordia, fruto de haber
experimentado la infinita misericordia del Padre y su fuerza difusiva”. Vayan a
todos a anunciar ungiendo y a ungir anunciando. (cfr. Homilía 23 de
septiembre 2015).