2 de enero 2022. Ángelus Regina Coeli, Papa Francisco, Plaza de san Pedro. Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! El Evangelio de la Liturgia de hoy nos ofrece una hermosa frase, que siempre rezamos a la hora del Ángelus y que por sí sola nos revela el sentido de la Navidad: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Juan 1, 14). Estas palabras, si lo pensamos, contienen una paradoja. Ponen juntas dos realidades opuestas: el Verbo y la carne. “Verbo” indica que Jesús es la Palabra eterna del Padre, Padre infinita, que existe desde siempre, antes de todas las cosas creadas; “carne”, en cambio, indica precisamente nuestra realidad, realidad creada, frágil, limitada, mortal. Antes de Jesús eran dos mundos separados: el Cielo opuesto a la tierra, lo infinito opuesto a lo finito, el espíritu opuesto a la materia.
Y hay otra oposición en el Prólogo del Evangelio de Juan,
otro binomio: luz y tinieblas (cf. v. 5).
Jesús es la luz de Dios que ha entrado en las tinieblas del mundo. Luz y
tinieblas. Dios es luz: en Él no hay opacidad; en nosotros, en cambio, hay
muchas oscuridades. Ahora, con Jesús, se encuentran la Luz y las tinieblas: la
santidad y la culpa, la gracia y el pecado. Jesús, la encarnación de Jesús es
precisamente el lugar del encuentro, del encuentro entre Dios y los hombres, el
encuentro entre la gracia y el pecado.
¿Qué quiere anunciar el Evangelio con estas polaridades? Una
cosa espléndida: el modo de actuar de
Dios. Ante nuestra fragilidad, el Señor no retrocede. No permanece en su
beata eternidad y en su luz infinita, sino que se hace cercano, se hace carne,
desciende a las tinieblas, habita tierras extrañas a Él. ¿Y por qué Dios hace
esto? ¿Por qué desciende entre nosotros? Lo hace porque no se resigna a que
podamos extraviarnos yendo lejos de Él, lejos de la eternidad, lejos de la luz.
He aquí la obra de Dios: venir entre
nosotros. Si nosotros nos consideramos indignos, esto no lo detiene. Él
viene. Si lo rechazamos, no se cansa de buscarnos. Si no estamos preparados y
bien dispuestos para recibirlo, prefiere venir de todos modos. Y si nosotros le
cerramos la puerta en la cara, Él espera. Es precisamente el Buen Pastor. ¿Y la
imagen más bella del Buen Pastor? El Verbo que se hace carne para compartir
nuestra vida. Jesús es el Buen Pastor que viene a buscarnos allí donde nosotros
estamos: en nuestros problemas, en nuestra miseria… Ahí viene Él.
Queridos hermanos y
hermanas, a menudo nos mantenemos a distancia de Dios porque pensamos que no
somos dignos de Él por otros motivos. Y es verdad. Pero la Navidad nos
invita a ver las cosas desde su punto de vista. Dios desea encarnarse. Si tu
corazón te parece demasiado contaminado por el mal, te parece desordenado, por
favor no te cierres, no tengas miedo. Él viene. Piensa en el establo de Belén. Jesús nació allí, en esa pobreza, para
decirte que ciertamente no teme visitar tu corazón, habitar en una vida
desaliñada. Ésta es la palabra: habitar. Habitar es el verbo que utiliza hoy el
Evangelio para significar esta realidad: expresa un compartir total, una gran
intimidad. Y esto es lo que Dios quiere: quiere habitar con nosotros, quiere
habitar en nosotros, no permanecer lejos.
Y me pregunto, a mí, a ustedes y a todos: nosotros,
¿queremos hacerle espacio? Con palabras, sí; nadie dirá: “¡Yo no!”; sí. ¿Pero
concretamente? Tal vez haya aspectos de la vida que guardamos para nosotros,
exclusivos, o lugares interiores en los cuales tenemos miedo que entre el
Evangelio, donde no queremos poner a Dios en medio. Hoy los invito a la
concreción. ¿Cuáles son las cosas interiores que yo creo que a Dios no le
gustan? ¿Cuál es el espacio que considero sólo para mí y al que no quiero que
Dios venga? Cada uno de nosotros sea
concreto, y respondamos a esto. “Sí, sí, yo querría que Jesús viniera, pero
esto, que esto no lo toque; y esto, no, y esto…”. Cada uno tiene su propio
pecado, llamémoslo por su nombre. Y Él
no se asusta de nuestros pecados: ha venido para curarnos. Al menos,
hagámoselo ver, que Él vea el pecado. Seamos valientes, digamos: “Señor, yo
estoy en esta situación, no quiero cambiar. Pero tú, por favor, no te alejes
demasiado”. Bella oración, esta. Seamos sinceros hoy.
En estos días navideños nos hará bien acoger al Señor
precisamente allí. ¿Cómo? Por ejemplo, deteniéndose ante el pesebre, porque
muestra a Jesús que viene a habitar toda nuestra vida concreta, ordinaria,
donde no va todo bien, donde hay muchos problemas ― algunos son culpa nuestra,
otros, culpa de los demás―, y Jesús viene. Vemos a los pastores que trabajan
duramente, a Herodes que amenaza a los inocentes, una gran pobreza... Pero en
medio de todo esto, en medio de tantos problemas ―y también en medio de nuestros problemas― está Dios, está Dios que
quiere habitar con nosotros. Y espera que le presentemos nuestras
situaciones, lo que vivimos. Entonces, ante el pesebre, hablemos con Jesús de
nuestras vicisitudes concretas. Invitémoslo oficialmente a nuestra vida, sobre
todo a las zonas oscuras: “Mira, Señor, que allí no hay luz, allí la
electricidad no llega, pero por favor no toques, porque no quiero dejar esta
situación”. Hablar con claridad, concretamente. Las zonas oscuras, nuestros
“establos interiores”: cada uno los tiene. Y también contémosle sin miedo los
problemas sociales, los problemas eclesiales de nuestro tiempo, los problemas
personales, también los peores: Dios ama habitar en nuestro establo.
Que la Madre de Dios, en quien el Verbo se hizo carne, nos
ayude a cultivar una mayor intimidad con el Señor. Fuente: Vatican. Va.