28 de septiembre 2024. “Evangelización, alegría
y misericordia”. Discurso Papa Francisco. Basílica del Sacro Cuore de
Koekelberg. Queridos
hermanos y hermanas, buenos días.
Me siento
feliz de estar aquí entre ustedes. Agradezco a Mons. Terlinden por sus palabras
y por habernos recordado la prioridad de anunciar el Evangelio. Gracias a
todos.
En esta
encrucijada que es Bélgica, ustedes son una Iglesia “en movimiento”. En efecto,
desde hace tiempo están buscando transformar la presencia de las parroquias en
el territorio y dar un fuerte impulso a la formación de los laicos. Se
esfuerzan, sobre todo, por ser una
comunidad cercana a la gente, que acompaña a las personas y que da testimonio
con gestos de misericordia.
Partiendo
de sus preguntas, quisiera proponerles algunas líneas de reflexión que giran
alrededor de tres palabras: evangelización,
alegría y misericordia.
El primer camino que estamos llamados a
recorrer es la evangelización. Los cambios de nuestra época y la crisis de la fe que experimentamos
en occidente nos han impulsado a regresar a lo esencial, es decir, al
Evangelio, para que a todos se anuncie nuevamente la buena noticia que Jesús
trajo al mundo, haciendo resplandecer toda su belleza. La crisis —cada crisis— es un tiempo que se nos ha
ofrecido para sacudirnos, para interpelarnos y para cambiar. Es una ocasión
preciosa —en el lenguaje bíblico se dice kairós, ocasión especial— como sucedió
a Abram, a Moisés y a los profetas.
Cuando
experimentamos las desolaciones, de hecho, siempre debemos preguntarnos cuál es
el mensaje que el Señor nos quiere comunicar. ¿Y qué es lo que nos hace ver la
crisis? Hemos pasado de un cristianismo establecido en un marco social
acogedor, a un cristianismo “de
minorías” o, mejor dicho, de testimonio. Y esto reclama la valentía de una
conversión eclesial, para comenzar esas transformaciones pastorales que tienen
que ver incluso con las costumbres, los modelos, los lenguajes de la fe, para
que estén realmente al servicio de la evangelización (cf. Exhortación. apostólica.
Evangelii Gaudium, 27).
Y quisiera
decirle a Helmut, que esta valentía se exige también a los sacerdotes. Ser sacerdotes que no se limiten a
conservar o administrar un patrimonio del pasado, sino pastores, pastores
enamorados de Cristo y prontos para acoger las exigencias del Evangelio
—con frecuencia implícitas— mientras caminan con el santo Pueblo de Dios; y
nosotros caminamos un poco adelante, un poco en medio y un poco atrás. Y cuando
llevamos el Evangelio —pienso en lo que dijo Yaninka— el Señor abre nuestros
corazones al encuentro con el que es distinto a nosotros.
Es bueno, y más aún necesario, que
entre los jóvenes haya sueños y espiritualidades diferentes. Así debe ser,
porque pueden ser muchos los caminos personales y comunitarios, pero nos
conducen a la misma meta, al encuentro con el Señor. En la Iglesia hay lugar
para todos —todos, todos— y ninguno debe
ser fotocopia de nadie. La unidad en la Iglesia no es uniformidad, se trata
más bien de encontrar la armonía de las diferencias.
Y también a Arnaud le
diría: el proceso sinodal debe ser un
retorno al Evangelio, no debe haber entre las prioridades alguna reforma
que vaya “a la moda”, sino más bien cuestionarse: ¿Cómo podemos hacer llegar el Evangelio a una sociedad que ya no lo
escucha o que se aleja de la fe? Preguntémonos todos.
El segundo camino a transitar es la alegría. No se trata de las alegrías
asociadas a algo momentáneo, ni de consentir los modelos de evasión o de
diversión consumista; sino de una alegría más grande, que acompaña y sostiene
la vida inclusive en los momentos oscuros o dolorosos, y esto es un don que
viene de lo alto, de Dios. Es la alegría del corazón suscitada por el
Evangelio, es saber que a lo largo del
camino no estamos solos y que aún en las situaciones de pobreza, de pecado, de
aflicción, Dios es cercano, cuida de nosotros y no permitirá que la muerte
tenga la última palabra. Dios es cercano, cercanía.
Mucho antes
de ser Papa, Joseph Ratzinger escribió que una regla del discernimiento es la
siguiente: «donde muere el humor, ni
siquiera existe el Espíritu Santo […]. Y viceversa: la alegría es signo de gracia» (El Dios de Jesucristo, Brescia
1978, 129). Esto es hermoso. Quisiera entonces decirles que su predicación, su
modo de celebrar, su servicio y apostolado deben dejar traslucir la alegría del
corazón, ya que esto suscita preguntas y atrae incluso a los más alejados.
La alegría del corazón; no esa
sonrisa falsa de circunstancias, sino la alegría del corazón. Agradezco a sor
Agnese y le digo: la alegría es el camino. Cuando la fidelidad se presenta
difícil, debemos mostrar —como tú lo has dicho, Agnese— que esta virtud es un
“camino a la felicidad”. Y entonces, viendo hacia dónde conduce el camino,
estamos más preparados para iniciarlo.
Y el tercer itinerario es la misericordia. El Evangelio, acogido y
compartido, recibido y donado, nos conduce a la alegría, porque nos hace
descubrir que Dios es el Padre de la misericordia, que se conmueve por
nosotros, que nos levanta de nuestras caídas, que nunca nos retira su amor.
Fijemos esto en nuestro corazón: Dios jamás nos retira su amor. “Pero Padre,
¿aunque haga algo grave?”. Dios jamás
retira su amor por ti.
Esto,
frente a la experiencia del mal, a veces pudiera parecernos “injusto”, porque
nosotros sólo aplicamos la justicia terrena que dice que “quien se equivoca
debe pagar por su error”. Sin embargo, la
justicia de Dios es superior; el que se haya equivocado está llamado a reparar
sus errores, pero para sanar su corazón necesita del amor misericordioso de
Dios. No se olviden: Dios perdona todo, Dios perdona siempre, Dios nos
justifica con su misericordia, es decir, nos hace justos porque nos da un
corazón nuevo, una vida nueva.
Por eso
diría a Mia: gracias por el gran trabajo que hacen para transformar la rabia y el dolor en ayuda, cercanía y compasión. Los
abusos generan atroces sufrimientos y heridas, mermando incluso el camino
de la fe. Y se necesita mucha misericordia para no permanecer con el corazón de
piedra frente al sufrimiento de las víctimas, para hacerles sentir nuestra
cercanía y ofrecerles toda la ayuda posible, para aprender de ellas —como lo
has dicho tú— a ser una Iglesia que se hace sierva de todos sin someter a
nadie. Sí, porque una raíz de la violencia está en el abuso de poder, cuando
utilizamos nuestros roles para aplastar o manipular a los demás.
Y
misericordia —pienso en el ministerio de Pieter— es una palabra clave para los
presos. Cuando entro en una cárcel me pregunto: ¿por qué ellos sí y yo no?
Jesús nos muestra que Dios no se
distancia de nuestras heridas e impurezas. Él sabe que todos cometemos
errores, pero que ninguno es un error. Nadie está perdido para siempre. Es
justo entonces seguir los caminos de la justicia terrena y los itinerarios
humanos, psicológicos y penales; pero la
pena debe ser una medicina, debe llevar a la sanación.
Se necesita ayudar a las personas
para levantarse, a reencontrar su senda en la vida y en la sociedad. Sólo bajo
una circunstancia en la vida de todos se nos permite mirar a una persona de
arriba hacia abajo, para ayudarla a levantarse. Sólo así. Recordemos que todos podemos cometer errores, pero que
ninguno es un error. Nadie está perdido para siempre. Misericordia,
siempre, siempre misericordia.
Hermanas y
hermanos, les agradezco. Y al despedirme quisiera recordarles una obra de
Magritte, vuestro ilustre pintor, que se titula “El acto de fe”. Representa una
puerta cerrada por dentro, pero con una abertura al centro, está abierta hacia
el cielo. Es una abertura que nos invita a ir más allá, a mirar hacia delante y
hacia arriba, a no encerrarnos nunca en
nosotros mismos, nunca en nosotros mismos.
Los dejo con esta imagen, como
símbolo de una Iglesia que nunca cierra sus puertas —por favor, nunca cierra
las puertas—, que a todos ofrece una apertura al infinito, que sabe mirar más
allá. Esta es la Iglesia que evangeliza,
que vive la alegría del Evangelio, que practica la misericordia.
Hermanas y
hermanos, caminen juntos, ustedes y el Espíritu Santo, juntos, y practiquen la
misericordia, para así ser Iglesia. Sin el Espíritu, no acontece nada de
cristiano. Nos lo enseña la Virgen María, nuestra Madre. Que ella los guíe y
los cuide. Bendigo a todos de corazón. Y, por favor, no se olviden de rezar por
mí. Gracias. Fuente e Imagen de Vatican. Va.