10 de septiembre 2024. “Dios hace brillar su luz salvadora”. Homilía Papa Francisco. Explanada de Tasitolu (Dili, Timor Oriental) «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado» (Isaías 9, 5).
Estas son
las palabras con las que el profeta Isaías se dirige, en la primera lectura, a
los habitantes de Jerusalén, en una época de prosperidad para la ciudad, pero
lamentablemente caracterizada, por una gran decadencia moral.
Hay mucha
riqueza, pero el bienestar, ciega a los
poderosos, los engaña haciéndoles creer que se pueden bastar a sí mismos, que
no necesitan al Señor; y su presunción los lleva a ser egoístas injustos.
Por eso, a pesar de que hay abundancia de bienes, los pobres están abandonados
y sufren de hambre, la infidelidad a Dios se extiende y la práctica religiosa
se reduce cada vez más a una mera formalidad. La engañosa apariencia de un mundo, a primera vista perfecto,
esconde así una realidad mucho más oscura mucho más dura y cruel, en la que hay
una gran necesidad de conversión, de misericordia y de sanación.
Por eso el
profeta anuncia a sus compatriotas un horizonte nuevo, que Dios abrirá ante
ellos, un futuro de esperanza, un futuro de alegría, donde el abuso y la guerra serán desterrados para siempre (cf. Isaías
9,1-4). Hará surgir para ellos una gran luz (cf. v. 1) que los librará de las
tinieblas del pecado por el que están oprimidos, y lo hará no con el poder de
ejércitos, por el poder de armas o riquezas, sino mediante el don de un hijo
(cf. vv. 5-6).
Detengámonos
a reflexionar sobre esta imagen. Dios
hace brillar su luz salvadora a través del don de un hijo.
En todas
partes el nacimiento de un hijo es un momento luminoso, un momento de alegría y
de fiesta, y a veces nos provoca también buenos deseos: de renovarnos en el
bien, volver a la pureza y a la sencillez. Ante un recién nacido, incluso el
corazón más duro se conmueve y se llena de ternura. La fragilidad de un niño
lleva siempre un mensaje tan fuerte que toca incluso los ánimos más
endurecidos, trayendo consigo movimientos y propósitos de armonía y serenidad.
¡Es maravilloso, hermanos y hermanas, lo
que pasa cuando nace un bebé!
La cercanía
de Dios es a través de un niño. Dios se
hace niño y no es sólo para asombrarnos y conmovernos, sino también para
abrirnos al amor del Padre y dejarnos modelar por Él. Para que Él pueda
sanar nuestras heridas, arreglar nuestras divergencias, poner en orden la
existencia.
Esta
realidad se revela hermosa en Timor-Leste, porque hay muchos niños; y ustedes
son un país joven en el que en cada rincón la vida se siente palpitar y bullir.
Y la presencia de tanta juventud y de tantos niños es un regalo, es un don
inmenso, renueva constantemente nuestra energía y nuestra vida. Pero todavía es
un signo más fuerte, porque hacer espacio a los niños, a los pequeños,
acogerlos, cuidarlos; y hacernos también nosotros pequeños ante Dios y ante los
hermanos, son precisamente las actitudes que nos abren a la acción del Señor. Al hacernos niños, permitimos la acción de
Dios en nosotros.
Hoy
veneramos a la Santísima Virgen como Reina, es decir, la madre de un Rey que
quiso nacer pequeño, hacerse nuestro hermano, pidiendo el “sí” de una joven
humilde y frágil (cf. Lucas 1, 38).
María
entendió, hasta el punto que eligió permanecer pequeña durante toda su vida, se
hizo cada vez más pequeña, sirviendo, rezando, desapareciendo para hacer lugar
a Jesús, incluso cuando esto le costó mucho.
Por eso,
queridos hermanos, queridas hermanas, no
tengamos miedo de hacernos pequeños ante Dios y ante los unos frente a los
otros; no tengamos miedo de perder nuestra vida, de dar nuestro tiempo, de
rever nuestros programas y redimensionar, cuando se requiera, nuestros
proyectos, no para minimizarlos, sino para hacerlos todavía mejores a través
del don de nosotros mismos y la acogida a los demás.
Todo esto
está muy bien simbolizado por dos hermosas joyas tradicionales de esta tierra,
el Kaibauk y el Belak. Ambas son de metal precioso; eso quiere decir que son
importantes.
La primera
simboliza los cuernos del búfalo y la luz del sol, y se coloca en lo alto, como
adorno de la frente, así como en la parte superior de las viviendas. Simboliza
fuerza y energía y el calor. Puede representar el poder de Dios que da la vida.
Además, puesto a la altura de la cabeza y en la cima de las casas, nos recuerda
que, con la luz de la Palabra del Señor y con la fuerza de su gracia, también
nosotros podemos colaborar con nuestras opciones y acciones al gran designio de
la redención.
La segunda,
el Belak, que se pone en el pecho, complementa la primera. Recuerda la delicada
luz de la luna, que refleja humildemente en la noche la luz del sol,
envolviéndolo todo con una fluorescencia ligera. Nos habla de paz, de
fertilidad, de dulzura, a la vez que simboliza la ternura de la madre, que con
los delicados reflejos de su amor vuelve resplandeciente lo que toca por la
misma luz que, a su vez, recibe de Dios.
Kaibauk y
Belak, fuerza y ternura del Padre y la Madre. Así manifiesta el Señor su
realeza, hecha caridad y misericordia.
Y cada uno de nosotros, pidamos juntos, en
esta Eucaristía, como mujeres y hombres, como Iglesia, como sociedad, saber
reflejar en el mundo la luz potente, la luz tierna del Dios del amor, de ese
Dios que, como rezamos en el Salmo responsorial, «levanta del polvo al
desvalido y alza al pobre de su miseria, para hacerlo sentar entre los nobles»
(Sal 113,7-8). Fuente e Imagen de Vatican. Va.