12 de septiembre 2024. «El conocimiento llena de orgullo, mientras que el amor edifica» (1 Corintios 8,1). Homilía del santo padre Francisco. Estadio Nacional en el “Singapore Sports Hub” San Pablo dirige estas palabras a los hermanos y hermanas de la comunidad cristiana de Corinto —que era una comunidad rica de múltiples carismas (cf. 1 Corintios 1, 4-5)— a la cual el mismo Apóstol, en sus cartas, con frecuencia recomienda cultivar la comunión en la caridad.
Escuchamos
estas mismas palabras mientras agradecemos juntos al Señor por la Iglesia de
Singapur, que también es rica de dones, está viva, en crecimiento y en diálogo
constructivo con las distintas confesiones y religiones con las que comparte
esta maravillosa tierra.
Precisamente
por esto, quisiera comentar las mismas palabras, inspirándome en la belleza de
esta ciudad y en las grandes y osadas arquitecturas que contribuyen a hacerla
tan famosa y fascinante, comenzando por el impresionante complejo del Estadio
Nacional en el que nos encontramos. Y quisiera hacerlo recordando que, en
última instancia, incluso en el origen de estas imponentes construcciones —
como en el de cualquier otro proyecto que deja una huella positiva en este
mundo—, no está en primer lugar, como muchos piensan, el dinero, ni la técnica,
ni siquiera la ingeniería —todos medios útiles, muy útiles—, sino en definitiva está el amor, “el amor que
construye”.
Quizás
alguno pudiera pensar que se trata de una afirmación ingenua, pero si lo reflexionamos
detenidamente, no es así. De hecho, no
existe una obra buena detrás de la cual no haya, tal vez, personas brillantes,
fuertes, ricas, creativas, aunque sean siempre mujeres y hombres frágiles,
como nosotros, para los cuales sin el amor no hay vida, ni impulso, ni razón
para actuar, ni fuerza para construir.
Queridos
hermanos y hermanas, si algo bueno existe y permanece en este mundo, es sólo
porque, en múltiples y variadas circunstancias, el amor ha prevalecido sobre el odio, la solidaridad sobre la
indiferencia, la generosidad sobre el egoísmo. Si no fuera por eso, aquí
nadie habría podido hacer crecer una metrópolis tan grande, los arquitectos no
habrían hecho proyectos, los obreros no habrían trabajado y nada se habría
podido realizar.
Así pues, lo que nosotros vemos es un signo, y detrás
de cada una de las obras que tenemos ante nosotros hay muchas historias de amor
por descubrir. Historias de hombres y mujeres unidos entre sí en una
comunidad; de ciudadanos comprometidos con su país; de madres y padres
preocupados por sus familias; de profesionales y trabajadores de todo tipo y
grado, implicados sinceramente en sus diversos roles y tareas. Y es bueno que
aprendamos a interpretar estas historias, escritas en las fachadas de nuestras
casas y en los trazados de nuestras calles, y a transmitir su memoria, para
recordarnos que nada que sea perdurable nace y crece sin amor.
A veces
sucede que la grandeza y la imponencia de nuestros proyectos pueden hacernos
olvidar esto, engañándonos al pensar que podemos ser los autores de nosotros
mismos, de nuestra riqueza, de nuestro bienestar, de nuestra felicidad; sin
embargo, al final la vida acaba siempre por devolvernos a la única realidad, la
de que sin amor no somos nada.
La fe,
pues, nos confirma y nos ilumina aún más sobre esta certeza, porque nos dice
que en la raíz de nuestra capacidad de
amar y de ser amados está Dios mismo, que con corazón de Padre nos deseó y nos
llamó a la existencia de modo totalmente gratuito (cf. 1 Corintios 8, 6) y
que, de manera igualmente gratuita, nos ha redimido y liberado del pecado y de
la muerte, mediante la muerte y resurrección de su Hijo Unigénito. En Él, en Jesús, está el origen y el cumplimiento
de todo lo que somos y lo que podemos llegar a ser.
Así, en
nuestro amor vemos un reflejo del amor de Dios, como afirmó san Juan Pablo II
con ocasión de su visita a esta tierra, añadiendo una frase importante, a
saber, que “por eso el amor se caracteriza por un profundo respeto a todos los
hombres, independientemente de su raza, de su credo o de cualquier aspecto que
les pudiera hacer diferentes de nosotros” (cf. Homilía de la Santa Misa en el
Estadio Nacional de Singapur, 20 noviembre 1986).
Hermanos y
hermanas, estas son unas palabras importantes para nosotros porque, más allá de
lo maravillados que nos sentimos ante las obras creadas por el hombre, nos
recuerda que hay una maravilla todavía más grande, que hay que abrazar con admiración y respeto aún mayores. Se trata de los
hermanos y hermanas que encontramos cada día en nuestro camino, sin
preferencias ni diferencias. Testimonio de ello lo dan la sociedad y la Iglesia
de Singapur, étnicamente tan diversas y, sin embargo, tan unidas y solidarias.
¿Cuál es el
edificio más hermoso, el tesoro más precioso, la inversión más rentable a los
ojos de Dios? Somos nosotros, somos todos nosotros, hijos amados de un mismo
Padre (cf. Lucas 6, 36), llamados a su vez a difundir el amor. De ello nos
hablan las lecturas de esta Santa Misa que desde distintos puntos de vista
describen la misma realidad, es decir, que la caridad es dulce al respetar la
vulnerabilidad de los débiles (cf. 1 Corintios 8, 13), es providente al conocer
y acompañar a los que se sienten inseguros en el camino de la vida (cf. Sal
138), es magnánima y benevolente al perdonar
más allá de todo cálculo y medida (cf. Lucas 6,27-38).
El amor que
Dios nos muestra, y que a su vez nos invita a practicar, actúa de este modo:
“responde generosamente a las necesidades de los pobres, se caracteriza por la
piedad hacia los que sufren, está dispuesto a ofrecer hospitalidad, es fiel en
los momentos difíciles, está siempre dispuesto a perdonar, a esperar”, perdonar y esperar hasta el punto “de
corresponder con una bendición a una blasfemia, esta es la esencia del
Evangelio” (cf. S. Juan Pablo II, Homilía de la Santa Misa en el Estadio
Nacional de Singapur, 20 noviembre 1986).
Esto lo
podemos constatar en numerosos santos, hombres y mujeres conquistados por el
Dios de la misericordia, hasta el punto de convertirse en su reflejo, en su
eco, en su imagen viva. Y quisiera, para terminar, mencionar a dos de
ellos.
La primera
es María, cuyo Dulce Nombre celebramos hoy. ¡A cuántas personas su apoyo y su
presencia han dado y siguen dando esperanza!, ¡en cuántos labios su nombre ha
aparecido y aparece en momentos de alegría y también de dolor! Y esto sucede
porque en ella, en María, vemos el amor del Padre manifestado en una de las
formas más bellas y totales: la de la ternura ―¡no olvidemos la ternura!― la
ternura de una madre, que todo lo comprende y lo perdona todo, y que nunca nos
abandona. Por eso nos encomendamos a ella.
El segundo
es un santo muy querido en esta tierra, que encontró aquí hospitalidad muchas
veces durante sus viajes misioneros. Hablo de san Francisco Javier, que fue
recibido en esta tierra en numerosas ocasiones, la última de ellas el 21 de
julio de 1552.
De él nos
ha quedado una hermosa carta dirigida a san Ignacio y a los primeros
compañeros, en la que expresa su deseo de ir a todas las universidades de su
tiempo «dando voces, como hombre que tiene perdido el juicio, […] a los que
tienen más letras que voluntad», para que se sientan impulsados a hacerse
misioneros por amor a sus hermanos, diciendo desde el fondo de su corazón:
«“Señor, aquí estoy, ¿qué quieres que yo haga?”» (Carta desde Cochín,
enero de 1544).
También nosotros podríamos hacer nuestras estas
palabras, siguiendo su ejemplo y el de María: “Señor, aquí estoy, ¿Qué quieres
que haga?”. Que estas palabras nos acompañen no sólo en estos días, sino
siempre, como un compromiso constante de escuchar y responder con prontitud a
las invitaciones al amor y a la justicia, invitaciones que también hoy nos
siguen llegando desde la infinita caridad de Dios. Fuente: Vatican. Va.