6 de noviembre 2024. “mali, mala, male petimus”, siendo malos (mali), pedimos cosas equivocadas (mala) y de la manera equivocada (male). Audiencia general Papa Francisco. El Espíritu Santo y la oración. Plaza de san Pedro.
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La acción
santificadora del Espíritu Santo, además de en la Palabra de Dios y en los
Sacramentos, se expresa en la oración, y es a ella a la que queremos dedicar la
reflexión de hoy: la oración.
El Espíritu Santo es, al mismo tiempo,
sujeto y objeto de la oración cristiana. Es decir, Él es el que dona la
oración y Él es el que se nos dona mediante la oración. Nosotros oramos para
recibir al Espíritu Santo, y recibimos al Espíritu Santo para poder orar
verdaderamente, es decir, como hijos de Dios, no como esclavos.
Pensemos un
poco en esto: rezar como hijos de Dios,
no como esclavos. Hay que rezar siempre con libertad. «Hoy debo rezar esto,
esto, esto, porque he prometido esto, esto, esto... ¡De lo contrario iré al
infierno!». No, esto no es rezar. La
oración es libre. Se reza cuando el Espíritu ayuda a rezar. Se ora cuando
se siente en el corazón la necesidad de orar; y cuando no se siente nada, hay
que detenerse y preguntarse: ¿por qué no siento el deseo de orar? ¿Qué está
pasando en mi vida? La espontaneidad en
la oración es siempre lo que más nos ayuda. Esto es lo que significa rezar
como hijos, no como esclavos.
En primer
lugar, debemos rezar para recibir el
Espíritu Santo. A este respecto, hay unas palabras muy precisas de Jesús en
el Evangelio: «Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos,
¡cuánto más el Padre del Cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!»
(Lucas 11,13). Todos nosotros sabemos darles cosas buenas a los pequeños, ya
sean hijos, nietos, sobrinos o amigos. Los pequeños siempre reciben cosas
buenas de nosotros. ¿Y cómo no nos va a dar el Padre el Espíritu? Esto nos
anima y podemos seguir adelante.
En el Nuevo
Testamento, vemos que el Espíritu Santo desciende siempre durante la oración.
Desciende sobre Jesús tras el bautismo en el Jordán, mientras «estaba en
oración» (Lucas 3,21); y desciende sobre los discípulos en Pentecostés,
mientras «todos ellos perseveraban juntos en la oración» (Hechos 1,14).
Es el único «poder» que tenemos sobre el
Espíritu de Dios. El «poder» de la oración: Él no resiste a la oración. Rezamos y llega.
En el monte Carmelo, los falsos profetas de Baal - recuerden ese paso de la
Biblia - se agitaban para invocar fuego del cielo sobre su sacrificio, pero no
ocurrió nada, porque eran idólatras, adoraban a un dios que no existe; Elías se
puso a orar y el fuego descendió y consumió el holocausto (cfr. 1 Reyes 18, 20-38).
La Iglesia sigue fielmente este ejemplo: siempre tiene en los labios la
invocación «¡Ven! ¡Ven!» cuando se dirige al Espíritu Santo. Y lo hace sobre
todo en la Misa, para que descienda como rocío y santifique el pan y el vino
para el sacrificio eucarístico.
Pero
también existe el otro aspecto, que es el más importante y alentador para
nosotros: el Espíritu Santo es el que
nos dona la verdadera oración. San Pablo dice: «El Espíritu nos ayuda en
nuestra debilidad. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene,
pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables; y el que
escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su
intercesión a favor de los santos es según Dios.» (Romanos 8, 26-27).
Es cierto, no sabemos rezar, no sabemos. Tenemos que aprender cada día. La
razón de esta debilidad en nuestra oración se expresaba en el pasado en una
sola palabra, utilizada de tres formas distintas: como adjetivo, como
sustantivo y como adverbio. Es fácil de recordar, incluso para los que no saben
latín, y merece la pena tenerla presente, porque ella sola encierra todo un
tratado. Nosotros, los seres humanos, decía aquel dicho, “mali, mala, male petimus”, que significa: siendo malos (mali),
pedimos cosas equivocadas (mala) y de la manera equivocada (male).
Jesús dice:
«Busquen primero el Reino y la Justicia
de Dios, y se les darán también todas esas cosas por añadidura» (Mateo
6,33); en cambio, nosotros buscamos en primer lugar “las añadiduras”, es decir,
nuestros intereses - ¡muchas veces! - y
nos olvidamos totalmente de pedir el Reino de Dios. Pidamos al Señor el Reino,
y todo vendrá con él.
El Espíritu
Santo viene, sí, en auxilio de nuestra debilidad, pero hace algo aún más
importante: nos confirma que somos hijos
de Dios y pone en nuestros labios el grito: «¡Padre!» (Romanos 8, 15; Gálatas
4, 6). Nosotros no podemos decir “Padre, Abba” sin la fuerza del Espíritu
Santo. La oración cristiana no es el ser humano que, a un lado del teléfono,
habla con Dios que está al otro lado, no, ¡es Dios que reza en nosotros!
Rezamos a Dios a través de Dios. Rezar es ponernos dentro de Dios y que Dios
entre en nosotros.
Es
precisamente en la oración cuando el Espíritu Santo se revela como «Paráclito»,
es decir, abogado y defensor. No nos acusa ante el Padre, sino que nos
defiende. Sí, nos defiende, nos convence
del hecho de que somos pecadores (cfr. Juann 16,8), pero lo hace para
hacernos experimentar la alegría de la misericordia del Padre, no para
destruirnos con estériles sentimientos de culpa. Incluso cuando nuestro corazón
nos reprocha algo, Él nos recuerda que «Dios
es mayor que nuestro corazón» (1 Juan 3,20).
Dios es más
grande que nuestro pecado. Todos somos pecadores... Pensemos: quizá algunos de
ustedes -no lo sé- tienen mucho miedo por las cosas que han hecho, tienen miedo
de ser reprendidos por Dios, tienen miedo de muchas cosas y no encuentran la
paz. Pónganse en oración, invoquen al
Espíritu Santo y Él les enseñará a pedir perdón. ¿Y saben qué? Dios no sabe
mucha gramática y cuando pedimos perdón, ¡no nos deja terminar! «Perd...» y
ahí, Él no nos deja terminar la palabra perdón. Él nos perdona primero, siempre
está ahí para perdonarnos, antes de que terminemos la palabra perdón. Decimos
«Perd...» y el Padre siempre nos perdona.
El Espíritu
Santo intercede por nosotros, y también nos enseña a interceder, a nuestra vez,
por nuestros hermanos y hermanas; nos enseña la oración de intercesión: rezar
por esta persona, rezar por aquel enfermo, por el que está en la cárcel,
rezar...; rezar también por la suegra, y rezar siempre, siempre. Esta oración
es especialmente agradable a Dios, porque es la más gratuita y desinteresada.
Cuando cada uno reza por todos los demás, sucede – lo decía san Ambrosio – que todos los demás rezan por cada uno y la
oración se multiplica. La oración es así. He aquí una tarea muy valiosa y
necesaria en la Iglesia, especialmente en este tiempo de preparación al Jubileo:
unirnos al Paráclito, cuya “intercesión a favor de todos nosotros es según
Dios”.
Pero no recen como los loros, ¡por favor! No
digan: «bla, bla, bla...». No. Digan «Señor», pero díganlo de corazón.
«Ayúdame, Señor», «Te quiero, Señor». Y cuando recen el Padre Nuestro, recen
«Padre, Tú eres mi Padre». Recen con el corazón y no con los labios, no sean
como los loros.
Que el
Espíritu nos ayude en la oración, ¡porque la necesitamos tanto! Gracias. Fuente e Imagen de Vatican. Va.