11 de diciembre 2024. La Iglesia está en espera de la venida del Señor Audiencia Papa Francisco. Aula Pablo VI. Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hemos
llegado al final de nuestras catequesis sobre el Espíritu Santo y la Iglesia.
Dedicamos esta última reflexión al título que hemos dado a todo el ciclo, es
decir: «El Espíritu y la Esposa. El Espíritu Santo conduce al Pueblo de Dios
hacia Jesús, nuestra Esperanza». Este título se refiere a uno de los últimos
versículos de la Biblia, en el libro del Apocalipsis, que dice:
«El
Espíritu y la Esposa dicen: “¡Ven!”» (Apocalipsis 22, 17). ¿A quién se dirige
esta invocación? Se dirige a Cristo resucitado. De hecho, tanto San Pablo (cf.
1 Corintios 16, 22) como la Didaché, un escrito de la época apostólica,
atestiguan que en las reuniones litúrgicas de los primeros cristianos resonaba
en arameo el grito «¡Maràna tha!», que
significa precisamente «¡Ven Señor!». Una oración a Cristo para que venga.
En aquella
fase más antigua, la invocación tenía un trasfondo que hoy diríamos
escatológico. Expresaba, en efecto, la ardiente espera del regreso glorioso del
Señor. Y este grito y la expectación que expresa nunca se han desvanecido en la
Iglesia. Incluso hoy, en la Misa, inmediatamente después de la consagración,
proclama la muerte y resurrección de Cristo «¡Ven, Señor Jesús!». La Iglesia está en espera de la venida del Señor.
Pero esta
espera de la venida última de Cristo no es la única. A ella se ha unido también
la espera de su venida continua en la situación presente y peregrinante de la
Iglesia. Y es en esta venida en la que la Iglesia piensa principalmente cuando,
animada por el Espíritu Santo, clama a Jesús: «¡Ven!».
Se ha producido
un cambio -o mejor dicho un desarrollo- lleno de significado con respecto al
grito «¡Ven!», «¡Ven, Señor!». Éste no se dirige habitualmente sólo a Cristo,
¡sino también al mismo Espíritu Santo! Aquel que clama es ahora también Aquel a
quien se clama. «¡Ven!» es la invocación con la que comienzan casi todos los
himnos y oraciones de la Iglesia dirigidos al Espíritu Santo: “Ven, oh Espíritu Creador”, decimos en el
Veni Creator,
y “Ven,
Espíritu Santo”, “Veni Sancte Spiritus”, en la secuencia de Pentecostés; y así
en muchas otras oraciones. Y es justo que así sea, porque, después de la
Resurrección, el Espíritu Santo es el
verdadero «alter ego» de Cristo, Aquel que ocupa su lugar, que lo hace
presente y operante en la Iglesia. Es Él quien «anunciará lo que ha de venir»
(cf. Juan 16, 13) y lo hace desear y esperar. Por eso Cristo y el Espíritu son inseparables, también en la economía de la
salvación.
El Espíritu Santo es la fuente siempre
caudalosa de la esperanza cristiana. San Pablo nos dejó estas preciosas palabras:
«Que el Dios de la esperanza los colme, creyentes, de todo gozo y paz, para que
abunden en esperanza por la fuerza del Espíritu Santo» (Romanos 15, 13). Si la
Iglesia es una barca, el Espíritu Santo es la vela que la impulsa y la hace
avanzar en el mar de la historia, ¡hoy como ayer!
Esperanza
no es una palabra vacía, ni nuestro vago deseo que las cosas vayan bien: la esperanza es una certeza, porque se
fundamenta en la fidelidad de Dios a sus promesas. Y por eso se llama
virtud teologal: porque está infundida por Dios y tiene a Dios como garante. No
es una virtud pasiva, que se limita a aguardar que las cosas sucedan. Es una
virtud sumamente activa que ayuda a que sucedan. Alguien que luchó por la
liberación de los pobres escribió estas palabras: «El Espíritu Santo está en el origen del clamor de los pobres. Es la
fuerza que se da a los que no tienen fuerza. Él dirige la lucha por la
emancipación y la plena realización del pueblo de los oprimidos».
El
cristiano no puede contentarse con tener esperanza; también debe irradiar
esperanza, ser un sembrador de esperanza. Éste es el don más hermoso que la
Iglesia puede hacer a la humanidad entera, especialmente en los momentos en que
todo parece incitar a arriar las velas.
El apóstol
Pedro exhortó a los primeros cristianos con estas palabras: «Adoren al Señor, Cristo, en sus corazones,
estando siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que les demande razón de
la esperanza que hay en ustedes.». Pero añadió una recomendación: «Sin embargo,
háganlo con dulzura y respeto.» (1
Pedro 3, 15-16).
Y esto porque no es tanto la fuerza de los argumentos lo que
convencerá a las personas, sino el amor que sepamos poner en ellos. Esta es la
primera y más eficaz forma de evangelización. ¡Y está abierta a todos!
Queridos
hermanos y hermanas, ¡que el Espíritu nos ayude siempre, siempre, a «abundar en
esperanza en virtud del Espíritu Santo»!
Fuente: Vatican. Va