1 de enero 2025. “Cristo Jesús, nuestro Salvador, nació de una mujer” Homilía Papa Francisco. Basílica de san Pedro. Al comienzo de un nuevo año que el Señor nos concede, es hermoso poder elevar la mirada de nuestro corazón a María. Ella, siendo Madre, nos evoca la relación con el Hijo; nos remite a Jesús, nos habla de Jesús, nos orienta hacia Jesús.
De ese
modo, la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios, nos introduce nuevamente en
el misterio de la Navidad. Dios se hizo uno de nosotros en el vientre de María
y a nosotros, que abrimos la Puerta Santa para dar inicio al Jubileo, hoy se
nos recuerda que «María es la puerta a
través de la cual Cristo entró en el mundo» (S. Ambrosio, Epístola 42, 4:
PL VII).
El apóstol
Pablo sintetiza este misterio afirmando que «Dios envió a su Hijo, nacido de
una mujer» (Gálatas 4, 4). Estas palabras —“nacido de una mujer”— resuenan hoy
en nuestro corazón y nos recuerdan que Jesús, nuestro Salvador, se hizo carne y
se revela en la fragilidad de la carne.
Nacido de
una mujer. Esta expresión nos remite ante todo a la Navidad: el Verbo se hizo
carne. El apóstol Pablo especifica que nació de una mujer, como si sintiera la
necesidad de recordarnos que Dios se
hizo verdaderamente hombre a través de un vientre humano. Hay una
tentación, que atrae hoy a muchas personas y que puede seducir también a muchos
cristianos: imaginar o fabricarnos un Dios “abstracto”, vinculado a una vaga
idea religiosa, a alguna agradable emoción pasajera.
En cambio,
es real, es humano: nació de una mujer, tiene un rostro y un nombre, y nos
llama a relacionarnos con Él. Cristo Jesús, nuestro Salvador, nació de una
mujer; tiene carne y sangre; procede del seno del Padre, pero se encarna en el
vientre de la Virgen María; viene de lo alto del cielo, pero habita en las
profundidades de la tierra; es el Hijo
de Dios, pero se hizo Hijo del hombre. Él, imagen de Dios omnipotente, vino
en la debilidad; y aun sin haber conocido el pecado, «Dios lo identificó con el
pecado en favor nuestro» (2 Corintios 5, 21). Nació de una mujer y es uno de nosotros; precisamente por eso Él puede
salvarnos.
Nacido de
una mujer. Esta expresión nos habla también de la humanidad de Cristo, para
decirnos que Él se revela en la
fragilidad de la carne. Se encarnó en el vientre de una mujer, naciendo
como todas las criaturas, de esa manera Él se muestra en la fragilidad de un
Niño. Por eso los pastores, cuando fueron a ver con sus propios ojos lo que el
Ángel les había anunciado, no hallaron signos extraordinarios ni
manifestaciones grandiosas, sino que «encontraron a María, a José, y al recién
nacido acostado en el pesebre» (Lucas 2, 16).
Encontraron
a un niño indefenso, frágil, necesitado del cuidado de su madre, necesitado de
pañales y de alimento, de caricias y de amor. San Luis Grignion de Montfort
decía que la Sabiduría divina «no quiso,
aunque hubiera podido hacerlo, entregarse directamente a los hombres, sino que
prefirió comunicárseles por medio de la Santísima Virgen, ni quiso venir al
mundo a la edad del varón perfecto, independiente de los demás, sino como niño
pequeño y débil, necesitado de los cuidados y asistencia de una Madre» (Tratado
de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, 139).
Y en toda la vida de
Jesús podemos ver esta elección de Dios, la elección de la pequeñez y el
ocultamiento; Él no cederá nunca al esplendor del poder divino para realizar
grandes signos e imponerse sobre los demás como le había sugerido el diablo,
sino que revelará el amor de Dios en la
belleza de su humanidad, habitando entre nosotros, compartiendo la vida
ordinaria hecha de fatigas y de sueños, mostrando compasión por los
sufrimientos del cuerpo y del espíritu, abriendo los ojos de los ciegos y
reanimando a los extraviados de corazón.
Compasión. Las tres actitudes de Dios son
misericordia, cercanía y compasión. Dios se hace cercano, misericordioso y
compasivo. No olvidemos esto. Jesús nos muestra a Dios por medio de su
humanidad frágil, que se hace cargo de los frágiles.
Hermanas y
hermanos, es hermoso pensar que María, la joven de Nazaret, nos conduce siempre
al misterio de su Hijo, Jesús. Ella nos recuerda que Jesús viene en la carne y, por eso, el lugar privilegiado donde es
posible encontrarlo es sobre todo en nuestra vida, en nuestra humanidad frágil,
en la de quienes pasan a nuestro lado cada día. Invocándola como Madre de Dios,
afirmamos que Cristo ha sido generado por el Padre, pero nació verdaderamente
del vientre de una mujer. Afirmamos que Él
es el Señor del tiempo, pero habita este tiempo nuestro, también este nuevo
año, con su presencia de amor.
Afirmamos
que Él es el Salvador del mundo, pero
podemos encontrarlo y debemos buscarlo en el rostro de todo ser humano. Y
si Él, que es el Hijo de Dios, se hizo pequeño para ser abrazado por una madre,
para ser cuidado y alimentado, entonces significa que hoy Él sigue viniendo en
todos aquellos que necesitan del mismo cuidado; en cada hermana y hermano que
encontramos y que requiere atención, escucha y ternura.
Confiémosle
entonces este nuevo año que comienza a María, Madre de Dios, para que también
nosotros aprendamos como Ella a hallar
la grandeza de Dios en la pequeñez de la vida; para que aprendamos a cuidar
de toda criatura nacida de una mujer, sobre todo protegiendo el don precioso de
la vida, como lo hizo María: la vida en el vientre materno, la vida de los
niños, la de aquellos que sufren, la vida de los pobres, la vida de los
ancianos, la de quienes están solos, la de los moribundos.
Y hoy, en
la Jornada Mundial de la Paz, todos estamos llamados a aceptar esta invitación
que brota del corazón materno de María: proteger la vida, hacernos cargo de la
vida herida —hay tanta vida herida—, dignificar
la vida de cada “nacido de mujer”; es la base fundamental para construir una
civilización de la paz. Por eso, «pido un compromiso firme para promover el
respeto de la dignidad de la vida humana, desde la concepción hasta la muerte
natural, para que toda persona pueda amar la propia vida y mirar al futuro con
esperanza» (Mensaje para la LVIII Jornada Mundial de la Paz, 1 enero 2025).
María,
Madre de Dios y Madre nuestra, nos espera precisamente ahí, en el belén.
También a nosotros, como a los pastores, nos muestra al Dios que nos sorprende
siempre, que no viene en el esplendor de los cielos, sino en la pequeñez de un
pesebre. Encomendémosle a ella este nuevo año jubilar, entreguémosle a ella los
interrogantes, las preocupaciones, los sufrimientos, las alegrías y todo lo que
llevamos en el corazón. ¡ella es madre! Confiémosle a ella el mundo entero,
para que renazca la esperanza, para que finalmente florezca la paz en todos los
pueblos de la tierra.
La historia
nos cuenta que, en Éfeso, cuando los obispos entraban en la iglesia, el pueblo
fiel, con bastones en la mano, aclamaban: “¡Madre de Dios!”. Seguramente los
bastones eran la promesa de lo que les sucedería si no hubieran declarado el
dogma de la “Madre de Dios”. Hoy nosotros no tenemos bastones, pero tenemos
corazones y voces de hijos. Por eso, todos juntos, aclamamos a la Santa Madre
de Dios. Todos juntos: “¡Santa Madre de Dios!”, tres veces. Juntos: “¡Santa
Madre de Dios! ¡Santa Madre de Dios! ¡Santa Madre de Dios!”. Fuente: Vatican. Va.