Hoy
retomamos la catequesis del ciclo jubilar sobre Jesucristo nuestra esperanza. Audiencia Papa Francisco. Sala Pablo
VI.
Después de
Jerusalén, el mensajero de los grandes anuncios divinos, Gabriel, que en su
nombre celebra el poder de Dios, es enviado a una aldea que la Biblia hebrea
nunca menciona: Nazaret. En aquella época era una pequeña aldea de Galilea, en
la periferia de Israel, una zona de frontera con los paganos y sus
contaminaciones.
Precisamente
allí, el ángel lleva un mensaje de forma y contenido totalmente inauditos,
tanto que el corazón de María se estremece, se turba. En lugar del clásico
saludo “la paz sea contigo”, Gabriel se
dirige a la Virgen con la invitación “¡alégrate!”, “¡regocíjate!”, un
llamamiento muy querido en la historia sagrada, porque los profetas lo utilizan
cuando anuncian la venida del Mesías (cfr. Sofonías 3, 14; Gálatas 2, 21-23;
Zacarías 9, 9). Es la invitación a la alegría que Dios dirige a su pueblo
cuando termina el exilio y el Señor hace sentir su presencia viva y operante.
Además, Dios llama a María con un nombre de
amor desconocido en la historia bíblica: kecharitoméne, que significa «llena de
la gracia divina».
María es llena de la gracia divina. Este nombre dice que el amor de Dios ha
habitado desde hace tiempo y sigue habitando en el corazón de María. Dice que
ella está 'llena de gracia' y, sobre todo, que la gracia de Dios ha realizado
en ella un “cincelado” interior, convirtiéndola en su obra maestra: llena de
gracia.
Este
cariñoso sobrenombre, que Dios da sólo a María, va acompañado inmediatamente de
una tranquilización: «¡No temas!», «¡No temas!» la presencia del Señor siempre nos da esta gracia de no temer y así lo
dice a María: «¡No temas!». «No temas», dice Dios a Abraham, a Isaac, a
Moisés, en la historia: «¡No temas!». (cf. Génesis 15, 1; 26,24; Deuteronomio
31, 8). Y nos lo dice también a nosotros: «¡No temas, sigue adelante, no
temas!». «Padre, tengo miedo de esto»;
«¿Y qué haces tú cuando…?»; “Perdone, padre,
le digo la verdad: voy a la adivina…»; «¿Vas a la adivina?”; “Sí, a que me lea
la mano…». Por favor, ¡no tengan miedo! ¡No teman! ¡No teman! Esto es hermoso.
«Soy tu compañero de viaje»: esto le dice Dios a María. El «Todopoderoso», el Dios de lo «imposible» (Lucas 1, 37) está con
María, está con ella y junto a ella, es su compañero, su principal aliado, el
eterno «Yo-contigo» (cf. Génesis 28, 15; Éxodo 3,12; Jueces 6,12).
Luego,
Gabriel anuncia a la Virgen su misión, haciendo resonar en su corazón numerosos
pasajes bíblicos que hacen referencia a la realeza y mesiazgo del Niño que va a
nacer de ella y que será presentado como cumplimiento de las antiguas
profecías. La Palabra que viene de lo Alto llama a María a ser la madre del
Mesías, el tan esperado Mesías davídico. Es
la madre del Mesías. Él será rey, no a la manera humana y carnal, sino a la
manera divina, espiritual.
Su nombre será «Jesús», que significa «Dios
salva» (cf. Lucas 1, 31; Mateo 1, 21); recuerda así a todos y para siempre que
no es el hombre quien salva, sino sólo Dios. Jesús es Aquel que cumple estas
palabras del profeta Isaías: «No un enviado ni un ángel, sino Él mismo los
salvó; con amor y compasión (Isaías 63, 9).
Esta
maternidad estremece a María profundamente. Y como mujer inteligente que es, es
decir, capaz de leer dentro de los acontecimientos (cf. Lucas 2, 19.51), busca
comprender, discernir lo que está sucediendo. María no busca fuera, sino dentro, porque, como enseña san Agustín, «in
interiore homine habitat veritas» (De vera religione 39,72). Y allí, en lo
más profundo de su corazón abierto, sensible, escucha la invitación a confiar
en Dios, que ha preparado para ella un «Pentecostés» especial.
Como al principio
de la Creación (cf. Génesis 1, 2), Dios quiere «empollar» a María con su
Espíritu, un poder capaz de abrir lo cerrado sin violarlo, sin menoscabar la
libertad humana; quiere envolverla en la «nube» de su presencia (cf. 1Corintios
10, 1-2) para que el Hijo viva en ella y ella en Él.
Y María se enciende de confianza: es «una
lámpara con muchas luces», como dice Teófanes en su Canon de la
Anunciación. Se abandona, obedece, hace espacio: es «una cámara nupcial hecha
por Dios» (ibid.). María acoge al Verbo en su propia carne y se lanza así a la
mayor misión jamás confiada a una mujer, a una criatura humana.
Se pone al servicio: es llena de todo, no
como esclava, sino como colaboradora de Dios Padre, llena de dignidad y
autoridad para administrar, como hará en Caná, los dones del tesoro divino,
para que muchos puedan sacar de él abundantemente.
Hermanas,
hermanos, aprendamos de María, Madre del Salvador y Madre nuestra, a dejarnos
abrir los oídos a la Palabra divina y a acogerla y custodiarla, para que
transforme nuestros corazones en tabernáculos de su presencia, en hogares
acogedores donde pueda crecer la esperanza. Fuente: Vatican. Va.