Evangelio jueves 23 de enero 2025
Padre, Jairo Yate Ramírez. Arquidiócesis de Ibagué
Entonces, a causa de la multitud,
dijo a sus discípulos que le prepararan una pequeña barca, para que no le
apretaran. curó a muchos, de suerte que cuantos padecían dolencias se le acercaban
para tocarle. Y los espíritus inmundos, al verle, se arrojaban a sus pies y
gritaban: «Tú eres el Hijo de Dios». Pero él les mandaba enérgicamente que no
le descubrieran.” Marcos 3, 7-12.
Jesucristo
enseña el Reino de su Padre celestial con la Palabra, con el testimonio, con la
preocupación por el ser de los demás. Eso impacta y llama mucho la atención
ante el pueblo judío. Ya ellos conocían la forma de enseñar de los Escribas,
Fariseos y doctores de la ley. Una forma con poco altruismo y demasiado
legalismo.
En la práctica eran más jueces y menos hermanos con la comunidad.
Razón tenían los que fueron descubriendo en Jesús de Nazareth “Una nueva manera
de enseñar” “Jesucristo enseña como quien tiene autoridad y no como los
escribas” (Marcos 1, 22).
El
método, la pedagogía, la manera como hable, como se comporte, como se
relaciones una persona con los demás, define e impacta la enseñanza que da a
los demás. Jesucristo gozaba de ese talento maravilloso de Anunciar y
demostrar a los demás lo que está comunicando porque siempre combinó: Palabra y
testimonio. Palabra y caridad. Palabra y misericordia. Palabra y tener tiempo
para los demás. Palabra y justicia para el otro. Palabra y siempre darle la
mano a los demás. Esa fue la religión
que el Hijo de Dios enseñó.
Jesucristo
se preocupó mucho por el ser de las personas. La sanación del alma. La
sanación del cuerpo. Enseñó una religión de la caridad, de la misericordia. Una
religión que está muy pendiente del dolor humano. La base para vivir la fe la determina el Maestro en la cláusula del
amor.
Quien se
acostumbra a amar, está para servir, para perdonar, para preocuparse por el
dolor de los demás. Es tan importante el mandato de amar que se extiende al
campo contrario, que son los enemigos. Aquellos que nos odian y nos calumnian,
o nos envidian. Así lo enseñó el Nazareno. “Amen a sus enemigos, bendigan a los
que los maldicen, oren por los que los insultan” (Lucas 6, 27-28).
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