3 de septiembre 2025. Dios salva no haciendo, sino
dejándose hacer. La Crucifixión. Audiencia Papa León XIV. Plaza de san
Pedro.
Queridos hermanos y hermanas,
En el centro del relato de la pasión, en el momento más
luminoso y a la vez más oscuro de la vida de Jesús, el Evangelio de Juan nos
entrega dos palabras que encierran un misterio inmenso: «Tengo sed» (Juan
19, 28), e inmediatamente después: «Todo está cumplido» (Juan 19, 30).
Palabras últimas, pero cargadas de toda una vida, que revelan el sentido de
toda la existencia del Hijo de Dios. En la cruz, Jesús no aparece como un
héroe victorioso, sino como un mendigo de amor. No proclama, no condena, no
se defiende. Pide, humildemente, lo que por sí solo no puede darse de ninguna
manera.
La sed del Crucificado no es solo la necesidad fisiológica
de un cuerpo destrozado. Es también y, sobre todo, la expresión de un deseo
profundo: el de amor, de relación, de comunión. Es el grito silencioso de un
Dios que, habiendo querido compartir todo de nuestra condición humana, se deja
atravesar también por esta sed. Un Dios que no se avergüenza de mendigar un
sorbo, porque en ese gesto nos dice que el amor, para ser verdadero, también
debe aprender a pedir y no solo a dar.
«Tengo sed», dice Jesús, y de este modo manifiesta su
humanidad y también la nuestra. Ninguno de nosotros puede bastarse a sí mismo. Nadie
puede salvarse por sí mismo. La vida se «cumple» no cuando somos fuertes,
sino cuando aprendemos a recibir. Y precisamente en ese momento, después de
haber recibido de manos ajenas una esponja empapada en vinagre, Jesús proclama:
«Todo está cumplido». El amor se ha hecho necesitado, y precisamente por eso
ha llevado a cabo su obra.
Esta es la paradoja cristiana: Dios salva no haciendo,
sino dejándose hacer. No venciendo al mal con la fuerza, sino aceptando
hasta el fondo la debilidad del amor. En la cruz, Jesús nos enseña que el
ser humano no se realiza en el poder, sino en la apertura confiada a los
demás, incluso cuando son hostiles y enemigos. La salvación no está en la
autonomía, sino en reconocer con humildad la propia necesidad y saber
expresarla libremente.
El cumplimiento de nuestra humanidad en el diseño de Dios no
es un acto de fuerza, sino un gesto de confianza. Jesús no salva con un
golpe de efecto, sino pidiendo algo que por sí solo no puede darse. Y aquí
se abre una puerta a la verdadera esperanza: si incluso el Hijo de Dios ha
elegido no bastarse a sí mismo, entonces también su sed —de amor, de sentido,
de justicia— no es un signo de fracaso, sino de verdad.
Esta verdad, aparentemente tan simple, es difícil de
aceptar. Vivimos en una época que premia la autosuficiencia, la eficiencia,
el rendimiento. Sin embargo, el Evangelio nos muestra que la medida de
nuestra humanidad no la da lo que podemos conquistar, sino la capacidad de
dejarnos amar y, cuando es necesario, también ayudar.
Jesús nos salva mostrándonos que pedir no es indigno,
sino liberador. Es el camino para salir de la ocultación del pecado, para
volver al espacio de la comunión. Desde el principio, el pecado ha generado
vergüenza. Pero el perdón, el verdadero, nace cuando podemos mirar de frente
nuestra necesidad y ya no temer ser rechazados.
La sed de Jesús en la cruz es entonces también la nuestra.
Es el grito de la humanidad herida que sigue buscando agua viva. Y esta sed no
nos aleja de Dios, sino que nos une a Él. Si tenemos el valor de reconocerla,
podemos descubrir que también nuestra fragilidad es un puente hacia el cielo.
Precisamente en el pedir —no en el poseer— se abre un camino de libertad,
porque dejamos de pretender bastarnos a nosotros mismos.
En la fraternidad, en la vida sencilla, en el arte de pedir
sin vergüenza y de ofrecer sin cálculo, se esconde una alegría que el mundo no
conoce. Una alegría que nos devuelve a la verdad original de nuestro ser: somos
criaturas hechas para dar y recibir amor.
Queridos hermanos y hermanas, en la sed de Cristo podemos
reconocer toda nuestra sed. Y aprender que no hay nada más humano, nada más
divino, que saber decir: necesito. No temamos pedir, sobre todo cuando nos
parece que no lo merecemos. No nos avergoncemos de tender la mano. Es
precisamente allí, en ese gesto humilde, donde se esconde la salvación. Fuente
e Imagen de Vatican. Va.
