17 de septiembre 2025. Audiencia Papa León XIV Plaza de san Pedro.
Queridos hermanos y hermanas,
En nuestro camino de las catequesis sobre Jesús esperanza
nuestra, hoy contemplamos el misterio del Sábado Santo. El Hijo de Dios
yace en la tumba. Pero esta su “ausencia” no es un vacío: es espera, plenitud
contenida, promesa custodiada en la oscuridad. Es el día del gran silencio,
en el que el cielo parece mudo y la tierra inmóvil, pero es justamente allí
que se cumple el misterio más profundo de la fe cristiana. Es un silencio
grávido de sentido, como el vientre de una madre que custodia al hijo todavía
no nacido, pero ya vivo.
El cuerpo de Jesús, bajado de la cruz, fue envuelto con
cuidado, como se hace con aquello que es valioso. El evangelista Juan nos dice que fue
sepultado en un jardín, dentro «una tumba nueva, en la que todavía nadie había
sido sepultado» (Juan 19, 41). Nada es dejado a la casualidad. Aquel jardín
recuerda al Edén perdido, el lugar en el que Dios y el hombre estaban unidos. Y
aquella tumba nunca antes usada habla de algo que todavía debe suceder: es un
umbral, no un final. En el inicio de la creación Dios había plantado un
jardín, ahora también la nueva creación toma forma en un jardín: con una
tumba cerrada que pronto se abrirá
El Sábado Santo es también un día de descanso. Según la ley
judía, el séptimo día no se debe trabajar: de hecho, luego de seis días de
creación, Dios descansó (cfr. Génesis 2, 2). Ahora, también el Hijo, luego de
haber completado su obra de salvación, descansa. No porque está cansado, sino
porque ha concluido su trabajo. No porque se ha rendido, sino porque ha amado
hasta el final. No hay nada más que agregar. Este descanso es el sello de la
obra cumplida, es la confirmación de aquello que tenía que hacerse y que ha
sido completado. Es un descanso lleno de la presencia oculta del Señor.
Fatigamos en detenernos y descansar. Vivimos como si la vida
nunca fuese suficiente. Corremos por producir, por demostrar, por no perder
terreno. Pero el Evangelio nos enseña que saber detenerse es un gesto de
confianza que tenemos que aprender a cumplir. El Sábado Santo nos invita a
descubrir que la vida no depende siempre de aquello que hacemos, sino también
de cómo sabemos desistir de cuanto hemos podido hacer.
En el sepulcro, Jesús, la Palabra viviente del Padre, calla.
Pero es justamente en aquel silencio que la vida nueva inicia a fermentar. Como
una semilla en la tierra, como la oscuridad antes del amanecer. Dios no
tiene miedo del tiempo que pasa, porque es Señor también de la espera. Así,
también nuestro tiempo “no útil”, aquel de las pausas, de los vacíos, de los
momentos estériles, puede convertirse en vientre de resurrección. Todo silencio
acogido puede ser la premisa de una Palabra nueva. Todo tiempo detenido puede
convertirse en tiempo de gracia, si lo ofrecemos a Dios.
Jesús, sepultado en la tierra, es el rostro mansueto de un
Dios que no ocupa todo el espacio. Es el Dios que deja hacer, que espera, que
se retira para dejarnos la libertad. Es el Dios que se fía, también cuando todo
parece terminado. Y nosotros, en ese sábado detenido, aprendemos que no tenemos
que tener prisa de resurgir: más es necesario descansar, acoger el silencio,
dejarse abrazar por el límite. A veces buscamos respuestas rápidas,
soluciones inmediatas. Pero Dios trabaja en lo profundo, en el tiempo lento de
la confianza. El sábado de la sepultura se convierte así en las entrañas de las
que pueden brotar las fuerzas de una luz invencible, aquella de la Pascua.
Queridos amigos, la esperanza cristiana no nace en el
ruido, sino en el silencio de una espera habitada por el amor. No es hija
de la euforia, sino de un confiado abandono. Nos lo enseña la virgen María:
ella encarna esta espera, esta esperanza. Cuando nos parezca que todo está
detenido, que la vida es un camino interrumpido, acordémonos del Sábado Santo.
También en la tumba, Dios está preparando la sorpresa más grande.
Y si
sabemos acoger con gratitud aquello acontecido, descubriremos que, justamente
en la pequeñez, y en el silencio, Dios ama transfigurar la realidad haciendo
nuevas todas las cosas con la fidelidad de su amor. La verdadera alegría
nace de la espera habitada, de la fe paciente, de la esperanza que cuanto
ha vivido en el amor, ciertamente, resurgirá a la vida eterna. Fuente e Imagen de Vatican. Va