Hoy contemplamos la
belleza de Jesucristo, nuestra esperanza, en el misterio de la Visitación. La
Virgen María visita a santa Isabel; pero es sobre todo Jesús, en el vientre de
la madre, quien visita a su pueblo (cfr. Lucas 1, 68), como dice Zacarías en su himno
de alabanza.
Después de su asombro
y admiración ante lo que le anuncia el Ángel, María se levanta y se pone en
camino, como todos los que han sido llamados en la Biblia, porque «el único
acto con el que el ser humano puede corresponder al Dios que se revela es el de
la disponibilidad ilimitada» (H.U. von Balthasar, Vocazione, Roma 2002, 29). Esta joven hija de Israel no elige
protegerse del mundo, no teme los peligros y los juicios de los otros, sino que
sale al encuentro de los demás.
Cuando una persona se
siente amada, experimenta una fuerza que pone en movimiento el amor; como dice
el apóstol Pablo, «el amor de Cristo nos posee» (2 Corintios 5, 14), nos
impulsa, nos mueve. María siente el
impulso del amor y acude a ayudar a una mujer que es pariente suya, pero
que es también una anciana que, tras una larga espera, acoge un embarazo
inesperado, difícil de afrontar a su edad.
La Virgen va a casa de Isabel también para compartir su fe en el Dios de
lo imposible, y la esperanza en el
cumplimiento de sus promesas.
El encuentro entre las
dos mujeres produce un impacto sorprendente: la voz de la “llena de gracia” que
saluda a Isabel provoca la profecía en el niño que la anciana lleva en su
vientre, y suscita en ella una doble bendición: «¡Bendita tú entre las mujeres
y bendito el fruto de tu vientre!» (Lucas 1, 42). Y también una
bienaventuranza: «¡Bienaventurada la que
ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá!» (v. 45).
Ante el reconocimiento
de la identidad mesiánica de su Hijo y de su misión como madre, María no habla de sí misma, sino de Dios,
y eleva una alabanza llena de fe, esperanza y alegría, un canto que resuena
cada día en la Iglesia durante la oración de las Vísperas: el Magnificat (Lucas
1, 46-55).
Esta alabanza al Dios
Salvador, que brota del corazón de su humilde sierva, es un solemne memorial
que sintetiza y cumple la oración de Israel. Está entretejida de resonancias
bíblicas, signo de que María no quiere
cantar “fuera del coro”, sino sintonizar con los padres, exaltando su compasión
por los humildes, esos pequeños a los que Jesús en su predicación declarará
«bienaventurados» (cfr Mateo 5, 1-12).
La presencia masiva del motivo pascual hace
también del Magnificat un canto de redención, que tiene como trasfondo la
memoria de la liberación de Israel de Egipto. Los verbos están todos en pasado, impregnados de una memoria
de amor que enciende de fe el presente e ilumina de esperanza el futuro: María
canta la gracia del pasado, pero es la mujer del presente que lleva en su
vientre el futuro.
La primera parte de
este cantico alaba la acción de Dios en María, microcosmos del pueblo de Dios
que se adhiere plenamente a la alianza (vv. 46-50); la segunda recorre la obra
del Padre en el macrocosmos de la historia de sus hijos (vv. 51-55), a través
de tres palabras clave: memoria – misericordia – promesa.
Dios, que se inclinó
sobre la pequeña María para hacer en ella «grandes cosas» y convertirla en la
madre del Señor, comenzó a salvar a su
pueblo a partir del éxodo, acordándose de la bendición universal que prometió a
Abraham (cf. Génesis 12, 1-3). El Señor, Dios fiel para siempre, ha
derramado un torrente ininterrumpido de amor misericordioso «de generación en
generación» (v. 50) sobre el pueblo fiel a la alianza, y ahora manifiesta la
plenitud de la salvación en su Hijo, enviado para salvar al pueblo de sus
pecados.
Desde Abraham hasta Jesucristo, y hasta la comunidad de los creyentes,
la Pascua aparece, así, como la
categoría hermenéutica para comprender toda liberación posterior, hasta llegar
a la realizada por el Mesías en la plenitud de los tiempos.
Queridos hermanos y hermanas, pidamos hoy al
Señor la gracia de saber esperar el cumplimiento de todas sus promesas; y que nos ayude a acoger en nuestras vidas la
presencia de María. Poniéndonos en su escuela, que todos descubramos que toda
alma que cree y espera «concibe y engendra al Verbo de Dios» (San Ambrosio,
Exposición del Evangelio según San Lucas 2, 26). Fuente: Vatican. Va