26 de febrero 2025. “Simeón
y Ana, peregrinos de la Esperanza”. Catequesis jubilar, Papa Francisco. Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Contemplemos hoy la
belleza de «Jesucristo, nuestra esperanza» (1 Timoteo 1,1) en el misterio de su
presentación en el Templo.
En realidad, en Israel
no existía la obligación de presentar al niño en el Templo, pero quien vivía en
la escucha de la Palabra del Señor y deseaba conformarse a ella, consideraba
que era una práctica valiosa. Así lo hizo Ana, la madre del profeta Samuel, que
era estéril; Dios escuchó su oración y ella, después de tener un hijo, lo llevó
al templo y lo ofreció para siempre al Señor (cf. 1 Samuel 1, 24-28).
Lucas narra, pues, el
primer acto de culto de Jesús, celebrado en la ciudad santa, Jerusalén, que
será la meta de todo su ministerio itinerante a partir del momento en que tome
la firme decisión de subir allí (cf. Lucas 9, 51), yendo al encuentro del
cumplimiento de su misión.
María y José no se
limitan a insertar a Jesús en una historia de familia, de pueblo, de alianza con el Señor Dios. Se
ocupan de su custodia y de su crecimiento, y lo introducen en la atmósfera de
fe y culto. Y ellos mismos crecen gradualmente en la comprensión de una
vocación que los supera con creces.
En el Templo, que es
«casa de oración» (Lucas 19,46), el Espíritu Santo habla al corazón de un
hombre anciano: Simeón, un miembro del pueblo santo de Dios preparado en la
espera y en la esperanza, que alimenta el deseo de que se cumplan las promesas
hechas por Dios a Israel por medio de los profetas. Simeón percibe en el
Templo la presencia del Ungido del Señor, ve la luz que resplandece en medio de
los pueblos sumidos «en tinieblas» (cf. Isaías 9, 1) y va al encuentro de
ese niño que, como profetiza Isaías, «nació para nosotros», es el hijo que «nos
ha sido dado», el «Príncipe de la paz» (Isaías 9, 5).
Simeón abraza a ese
niño que, pequeño e indefenso, descansa entre sus brazos; pero es él, en
realidad, quien encuentra el consuelo y la plenitud de su existencia
abrazándolo. Lo expresa en un cántico lleno de conmovedora gratitud, que en la
Iglesia se ha convertido en la oración al final del día:
«Ahora, Señor, puedes
dejar que tu siervo
se vaya en paz, según
tu palabra,
porque mis ojos han
visto tu salvación,
la que has preparado
ante todos los pueblos:
luz para iluminar a
los gentiles
y gloria de tu pueblo,
Israel» (Lucas 2, 29-32).
Simeón canta la
alegría de quien ha visto, de quien ha reconocido y puede transmitir a otros el
encuentro con el Salvador de Israel y de los pueblos. Es testigo del don de la fe, que recibe y
comunica a los demás; es testigo de la esperanza que no defrauda; es testigo
del amor de Dios, que llena de alegría y de paz el corazón del ser humano.
Lleno de este consuelo espiritual, el anciano Simeón ve la muerte no como el
final, sino como la realización, como la plenitud, la espera como una «hermana»
que no destruye, sino que introduce en la vida verdadera que ya ha pregustado y
en la que cree.
En aquel día, Simeón
no es el único que ve la salvación hecha carne en el niño Jesús. Lo mismo le
sucede a Ana, una mujer de más de ochenta años, viuda, dedicada enteramente
al servicio del Templo y consagrada a la oración. Al ver al niño, de hecho, Ana
celebra al Dios de Israel, que precisamente en ese pequeño ha redimido a su
pueblo, y se lo cuenta a los demás, difundiendo generosamente la palabra
profética. El canto de la redención de dos ancianos difunde así el anuncio del
Jubileo a todo el pueblo y al mundo. En el Templo de Jerusalén se reaviva la
esperanza en los corazones porque en él ha hecho su entrada Cristo, nuestra
esperanza.
Queridos hermanos y
hermanas, imitemos también nosotros el ejemplo de Simeón y Ana, estos
«peregrinos de la esperanza» que tienen ojos límpidos capaces de ver más
allá de las apariencias, que saben «olfatear» la presencia de Dios en la
pequeñez, que saben acoger con alegría la visita de Dios y volver a encender la
esperanza en el corazón de los hermanos y hermanas. Fuente: Vatican. Va.