2 de febrero 2025. “Pobreza, castidad y obediencia, portadores de luz” Homilía Papa Francisco. Fiesta de la presentación del Señor. Basílica de san Pedro. «Aquí estoy, yo vengo […] para hacer, Dios, tu voluntad» (Hebreos 10, 7). Con estas palabras, el autor de la Carta a los Hebreos manifiesta la perfecta adhesión de Jesús al plan del Padre. Y las leemos hoy, en la fiesta de la Presentación del Señor, Jornada mundial de la Vida Consagrada, durante el Jubileo de la esperanza, en un contexto litúrgico caracterizado por el símbolo de la luz.
Y todos ustedes,
hermanas y hermanos, que escogieron el camino de los consejos evangélicos, se
han consagrado, como «Esposa ante el Esposo […] envuelta por su luz» (San. Juan
Pablo II, Exhortación. apostólica. Vita consecrata, 15); se han consagrado a
ese mismo plan luminoso del Padre que se remonta a los orígenes del mundo.
Este plan tendrá su total cumplimiento al final de los
tiempos, pero se hace visible, ya desde ahora, a través de «las maravillas que
Dios realiza en la frágil humanidad de las personas llamadas» (ibíd., 20).
Reflexionemos, entonces, en el modo en que, por medio de los votos de pobreza, castidad y obediencia que
profesaron, ustedes también pueden ser portadores de luz para las mujeres y los
hombres de nuestro tiempo.
El primer aspecto es
la luz de la pobreza. Esta tiene sus raíces en la vida misma de Dios, eterno y
total don recíproco del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (cf. ibíd.,
21). En el ejercicio de la pobreza, la persona consagrada, con un uso libre y
generoso de todas las cosas, se hace para estas mismas, portadora de bendición;
porque manifiesta la bondad de ellas en el orden del amor, rechaza todo lo que puede ofuscar su belleza ―el egoísmo, la codicia,
la dependencia, el uso violento y con objetivos de muerte― mientras abraza,
en cambio, todo lo que la puede enaltecer: la sobriedad, la generosidad, el
compartir, la solidaridad. Y Pablo lo dice: «Todo es de ustedes, pero ustedes son de Cristo y Cristo es de Dios»
(1 Corintios 3, 22-23). Esto es la pobreza.
El segundo aspecto es
la luz de la castidad. También esta tiene origen en la Trinidad y manifiesta un
«reflejo del amor infinito que une a las tres Personas divinas» (Vita
consecrata, 21). Su profesión, en la renuncia al amor conyugal y en el camino
de la continencia, reafirma el primado absoluto, para el ser humano, del amor
de Dios, acogido con corazón indiviso y nupcial (cf. 1 Co 7,32-36), y lo indica
como fuente y modelo de cualquier otro amor.
Somos conscientes de que vivimos en un mundo frecuentemente
marcado por formas distorsionadas de afectividad, en el que el principio de “lo
que a mí me gusta” —este principio— impulsa
a buscar en el otro más la satisfacción de las propias necesidades que la
alegría de un encuentro fecundo. Es cierto, y es lo que genera en las
relaciones actitudes de superficialidad y precariedad, egocentrismo y
hedonismo, inmadurez e irresponsabilidad moral, por lo que el esposo y la
esposa de toda la vida se sustituyen con el compañero o compañera del momento;
los hijos, en vez de ser acogidos como un don, se pretenden como un “derecho”,
o se eliminan como un “estorbo”.
Hermanas, hermanos, en un contexto de este tipo, frente a
«una creciente necesidad de transparencia interior en las relaciones humanas»
(Vita consecrata, 88) y de humanización de los vínculos entre los individuos y
las comunidades, la castidad consagrada
nos muestra —muestra al hombre y a la mujer del siglo veintiuno— un camino de
sanación del mal del aislamiento, en el ejercicio de una manera de amar libre y
liberadora, que acoge y respeta a todos y no obliga ni rechaza a ninguno.
¡Qué medicina para el alma es encontrar religiosas y religiosos que sean
capaces de relacionarse así, con madurez y alegría! Son un reflejo del amor
divino (cf. Lucas 2, 30-32).
Pero para ello, es importante que en nuestras comunidades
nos preocupemos por el crecimiento espiritual y afectivo de las personas, ya
desde la formación inicial, pero aun en la permanente, para que la castidad revele verdaderamente la belleza del amor que se
da, y no ganen terreno fenómenos destructivos como el avinagramiento del
corazón o la ambigüedad de las elecciones, fuente de tristeza e insatisfacción
que provoca, a veces, en los sujetos más frágiles, el desarrollo de verdaderas
“dobles vidas”. La lucha contra la
tentación de la doble vida es cotidiana. Es cotidiana.
Y llegamos al tercer
aspecto, que es la luz de la obediencia. También de ella nos habla el texto
que hemos escuchado, presentándonos, en la relación entre Jesús y el Padre, la
«belleza liberadora de una dependencia filial y no servil, rica de sentido de
responsabilidad y animada por la confianza recíproca» (Vita consecrata, 21). Es
precisamente la luz de la Palabra que se hace don y respuesta de amor, signo
para nuestra sociedad, que tiene la tendencia de hablar mucho y escuchar poco,
en la familia, en el trabajo y especialmente en las redes sociales, donde nos
podemos intercambiar cantidad de palabras y de imágenes, sin llegar nunca a
conocernos realmente, porque no nos interesamos los unos por los otros.
Y esto es interesante. Muchas veces, en el diálogo
cotidiano, antes de que uno termine de hablar ya se salta con la respuesta. Y
es que no se escucha. Tenemos que escucharnos antes de responder. Acoger la
palabra del otro como un mensaje, como un tesoro, incluso como algo que me
ayuda. La obediencia consagrada es un
antídoto a tal individualismo solitario, promoviendo, en su lugar, un modelo di
relación basado en la escucha efectiva, en la que al “decir” y al “oír”
sigue la concretización del “actuar”, y esto aun a costa de renunciar a los
propios gustos, programas y preferencias. En efecto, sólo de esta manera la
persona puede experimentar al máximo la alegría del don, derrotando a la
soledad y descubriendo el sentido de la propia existencia en el gran plan de
Dios.
Quisiera terminar recordando otro punto: el “regreso a los
orígenes”, del que actualmente se habla tanto en la vida consagrada. Pero no un
retorno a los orígenes como quien vuelve a un museo, eso no, sino un volver al
origen mismo de nuestra vida. A este respecto, la Palabra de Dios que hemos escuchado nos recuerda que el primer y más
importante “regreso a los orígenes” de toda consagración, para todos nosotros,
es el regreso a Cristo y a su “sí” al Padre.
Nos recuerda que la
renovación, antes que con las reuniones y las “mesas redondas” –―que se deben
hacer, son útiles―, se realiza ante el Sagrario, en adoración. Hermanas,
hermanos, nosotros hemos perdido un poco el sentido de la adoración.
Somos demasiado prácticos, queremos hacer las cosas, [pero
hay que] adorar, y en la capacidad de adoración en el silencio, se redescubren
las propias fundadoras y a los propios fundadores principalmente como mujeres y
hombres de fe, y repitiendo con ellos, en la oración y en la entrega: «Aquí
estoy, yo vengo […] para hacer, Dios, tu voluntad» (Hebreos 10, 7).
Muchas gracias a todos ustedes por su testimonio. Es un
fermento para la Iglesia. Gracias. Fuente: Vatican. Va.