El Espíritu Santo conduce al
Pueblo de Dios hacia Jesús, nuestra Esperanza».
Jesús promete a los apóstoles el Espíritu Santo cuando se dispone a dejarlos diciendo: “Si me amáis, guardareis mis mandamientos; y yo pediré al Padre y os dará el Paráclito para que esté con vosotros para siempre” (Juan 14,15).
Lo que Jesús no alcanzó a hacer, lo hará el Espíritu Santo que fue enviado. Será el que consolará, asistirá, defenderá, protegerá a los Apóstoles, a la Iglesia y a nosotros mismos. Es el culmen de la obra de Cristo y el inicio de la misión de nosotros como Iglesia.
Todas las personas creyentes que anuncian la verdad, han recibido la unción del Espíritu Santo, que es quien los instruye. (cfr. 1 de Juan 2, 20.27). Es el Espíritu Santo quien los conduce a la verdad completa. (cfr. Juan 16, 13).
No se puede creer en Jesucristo sin tener parte en su Espíritu. Es el Espíritu Santo quien revela a los hombres quién es Jesús. Porque "nadie puede decir: 'Jesús es Señor' sino bajo la acción del Espíritu Santo" (1 Corintios 12, 3). (Catecismo 152)
El origen eterno del Espíritu Santo está en conexión con el del Hijo: "El Espíritu Santo, que es la tercera persona de la Trinidad, es Dios, uno e igual al Padre y al Hijo, de la misma sustancia y también de la misma naturaleza. (Catecismo 245)
La misión del Espíritu Santo está siempre unida y ordenada a la del Hijo (cfr. Juan 16, 14-15). (Catecismo 485)
El Espíritu Santo coopera con el Padre y el Hijo desde el comienzo del Designio de nuestra salvación y hasta su consumación. (Catecismo 686)
Cuando pensamos que las esperanzas están perdidas, la Palabra de Dios nos recuerda que: Dios promete a Abraham una descendencia, como fruto de la fe y del poder del Espíritu Santo (cfr. Génesis 18, 1-15; Lucas 1, 26-38). Esta descendencia será Cristo (cf. Gálatas 3, 16) (Catecismo 706).
Al
final de los tiempos, contaremos con la presencia del Espíritu Santo. En
Juan Bautista el Precursor, el Espíritu Santo culmina la obra de "preparar
al Señor un pueblo bien dispuesto" (Lucas 1, 17). (Catecismo 718).
Juan Bautista termina el ciclo de los profetas inaugurado por Elías (cfr. Mateo 11, 13-14). Anuncia la inminencia de la consolación de Israel, es la "voz" del Consolador que llega (Juan 1, 23) (Catecismo 719)
María Santísima es la obra maestra de la misión del Hijo y del Espíritu Santo en la plenitud de los tiempos. (Catecismo 721).
Por medio de María, el Espíritu Santo comienza a poner en Comunión con Cristo a los hombres "objeto del amor benevolente de Dios" (cfr. Lucas 2, 14) (Catecismo 725).
El Papa Francisco nos propone meditar las siguientes ideas, para entender que el Espíritu Santo, nos da seguridad en la Esperanza. (cfr. Audiencia, 11 de diciembre, 2024)
¿CUÁLES IDEAS SON?
Los creyentes esperamos el Regreso glorioso del Señor Jesús. Lo expresamos con la frase: “Ven Señor Jesús”. (Apocalipsis 22, 20).
Después de la Resurrección, el Espíritu Santo es el verdadero «alter ego» de Cristo, Aquel que ocupa su lugar, que lo hace presente y operante en la Iglesia. Es Él quien «anunciará lo que ha de venir» (cfr. Juan 16, 13)
El Espíritu Santo es la fuente siempre caudalosa de la esperanza cristiana. San Pablo nos dejó estas preciosas palabras: «Que el Dios de la esperanza los colme, creyentes, de todo gozo y paz, para que abunden en esperanza por la fuerza del Espíritu Santo» (Romanos 15, 13).
La Esperanza no es una palabra vacía, ni nuestro vago deseo de que las cosas vayan bien: la esperanza es una certeza, porque se fundamenta en la fidelidad de Dios a sus promesas. Y por eso se llama virtud teologal: porque está infundida por Dios y tiene a Dios como garante.
El cristiano no puede contentarse con tener esperanza; también debe irradiar esperanza, ser un sembrador de esperanza. Éste es el don más hermoso que la Iglesia puede hacer a la humanidad entera, especialmente en los momentos en que todo parece incitar a arriar las velas.
El apóstol Pedro exhortó a los primeros cristianos con estas palabras: «Adoren al Señor, Cristo, en sus corazones, estando siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que les demande razón de la esperanza que hay en ustedes.». «Sin embargo, háganlo con dulzura y respeto.» (1 Pedro 3, 15-16).
TRABAJO EN GRUPO
A manera de Mistagogia, pensemos en los atributos del Espíritu Santo, para que valoremos y vivamos con firmeza nuestra Esperanza Cristiana.
Lo primero, El Espíritu Santo es el Espíritu de la verdad. “Si ustedes me aman, guardarán mis mandamientos, y yo rogaré al Padre y les dará otro Protector que permanecerá siempre con ustedes, el Espíritu de Verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Pero ustedes lo conocen, porque está con ustedes y permanecerá en ustedes.” (Juan 14, 15-17).
Lo segundo, El Espíritu es el Señor y el dador de vida. Toda nuestra tiene razón de ser gracias al Espíritu Santo. Nacemos del agua y del Espíritu. “El que no renace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo que nace de la carne es carne, y lo que nace del Espíritu es espíritu. (Juan 3, 3-6). El Espíritu Santo es la garantía de nuestra eternidad. “si el Espíritu de Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos está en ustedes, el mismo que resucitó a Jesús de entre los muertos dará también vida a sus cuerpos mortales por medio de su Espíritu, que habita en ustedes. No vivamos según la carne” (Romanos 8, 11-12).
Lo tercero, El Espíritu Santo es la luz que ilumina a toda persona. “En adelante el Espíritu Santo, el Intérprete que el Padre les va a enviar en mi Nombre, les enseñará todas las cosas y les recordará todo lo que yo les he dicho.” (Juan 14, 26). Pablo dice a Timoteo que Dios nos ha dado un Espíritu de fortaleza que nos capacita para defender el buen depósito de la fe con la ayuda del Espíritu Santo recibido. “Dios no nos dio un espíritu de timidez, sino un espíritu de fortaleza, de amor y de buen juicio.” (II Timoteo 1, 7)
Lo
cuarto, El Espíritu Santo no deja de ser el custodio de la esperanza en el
corazón del hombre: la esperanza de todas las criaturas humanas y,
especialmente, de aquellas que « poseen las primicias del Espíritu » y «
esperan la redención de su cuerpo » (Romanos 8, 23) San Juan Pablo II,
Encíclica, Dominum et Vivificantem, 67).