9 de febrero 2025. Homilía Papa Francisco. Plaza de san Pedro. Jubileo de las fuerzas armadas, policía y cuerpos de seguridad. La actitud de Jesús junto al lago de Genesaret está detallada por el evangelista con tres verbos: vio, subió, se sentó. Jesús vio, Jesús subió y Jesús se sentó. Jesús no se preocupa de mostrar una apariencia a las multitudes. Jesús no está preocupado por ejecutar una tarea, ni por ajustarse a un plan de acción en su misión; al contrario, siempre pone en primer lugar el encuentro con los demás, la relación, la preocupación por esas fatigas y esos fracasos que a menudo abruman el corazón y quitan la esperanza.
Por eso Jesús, ese
día, vio, subió y se sentó.
En primer lugar, Jesús vio. Él tiene una mirada atenta que,
aun en medio de un gentío, lo hace capaz de divisar dos barcas junto a la
orilla y de percibir la decepción en el rostro de esos pescadores, que ahora
están lavando las redes vacías después de una noche de fracasos. Jesús fija su mirada llena de compasión en
ellos. No olvidemos esto, la
compasión de Dios. Las tres actitudes de Dios son cercanía, compasión y
ternura.
No olvidemos que Dios está cerca, Dios es tierno y Dios es
compasivo. Jesús fija su mirada llena de compasión en los ojos de esas
personas, comprendiendo su desánimo, la frustración de haber trabajado toda la
noche sin recoger nada, la sensación de tener el corazón vacío, justo como esas
redes que ahora sujetan entre las manos.
Y, habiendo visto su malestar, Jesús subió. Le pide precisamente a Simón que aleje la barca de la
orilla y sube en ella, entrando en el espacio de su vida, abriéndose paso
en ese fracaso que habita su corazón. Esto es hermoso: Jesús no se limita a
observar las cosas que no van bien, como a menudo hacemos nosotros, acabando
por encerrarnos en el lamento y la amargura. Él, en cambio, toma la iniciativa,
sale al encuentro de Simón, se detiene con él en ese momento difícil y decide
subir a la barca de su vida, que en esa noche había regresado a la orilla sin
éxito.
Finalmente, habiendo
subido, Jesús se sentó. Y esta postura, en los Evangelios, es típica del
maestro, del que enseña. El Evangelio, en efecto, dice que subió y
enseñaba. Habiendo visto en los ojos y en el corazón de esos pescadores la
amargura por una noche de esfuerzo sin resultados, Jesús sube a la barca para enseñar, es decir, para anunciar la buena
noticia, para llevar la luz en esa noche de desilusión, para narrar la
belleza de Dios en las fatigas de la vida humana, para hacerles sentir que
todavía hay una esperanza, aun cuando todo parece perdido.
Y entonces ocurre el
milagro: cuando el Señor sube a la barca de nuestra vida para llevarnos la
buena noticia del amor de Dios que siempre nos acompaña y nos sostiene,
entonces la vida vuelve a empezar, la esperanza renace, el entusiasmo perdido
regresa y podemos echar las redes al mar nuevamente.
Hermanos y hermanas, esta palabra de esperanza nos acompaña
hoy, mientras celebramos el Jubileo de las Fuerzas armadas, Policía y Cuerpos
de seguridad, a quienes agradezco su servicio, saludando a todas las
autoridades presentes, a las asociaciones y a las academias militares, como
también a los Obispos castrenses y a los capellanes. A ustedes se les confía
una gran misión, que abarca múltiples dimensiones de la vida social y política:
la defensa de nuestros países, el
compromiso por la seguridad, la custodia de la legalidad y la justicia, la
presencia en las penitenciarías, la lucha contra la criminalidad
y las diferentes formas de violencia que amenazan con
alterar la paz social. Y recuerdo también a cuantos ofrecen su importante
servicio en las catástrofes naturales, por el cuidado de la creación, por el
rescate de las vidas en el mar, por los más frágiles, por la promoción de la
paz.
También a ustedes el Señor les pide que hagan como Él: ver,
subir, sentarse. Ver, porque están
llamados a tener una mirada atenta, que sepa captar las amenazas al bien
común; los peligros que se ciernen sobre la vida de los ciudadanos; los riesgos
ambientales, sociales y políticos a los que estamos expuestos. Subir, porque sus uniformes, la
disciplina que los ha forjado, la valentía que los distingue, el juramento que
han hecho, son todas cosas que les recuerdan qué importante es no sólo ver
el mal para denunciarlo, sino también subir a la barca durante la tormenta y
comprometerse para que no haya un naufragio, con una misión al servicio del
bien, de la libertad y de la justicia.
Y, por último,
sentarse, porque la manera en la que ustedes están presentes en nuestras
ciudades y en nuestros barrios, el estar siempre de parte de la legalidad y
de parte de los más débiles es para todos nosotros una lección. Esto nos enseña
que el bien puede vencer a pesar de todo; nos enseña que la justicia, la
lealtad y la pasión civil hoy siguen siendo valores necesarios; nos enseña que
podemos crear un mundo más humano, más justo y más fraterno, a pesar de las
fuerzas contrarias del mal.
Y en esta tarea, que abarca toda la vida, también están acompañados de los
capellanes, una presencia sacerdotal en medio de ustedes. Ellos no prestan
su servicio —como a veces ha pasado tristemente en la historia— para bendecir
perversas acciones de guerra. No. Ellos están en medio de ustedes como
presencia de Cristo, que quiere acompañarlos, ofrecerles escucha y cercanía,
animarlos a remar mar adentro y sostenerlos en la misión que llevan adelante
cada día. Ellos caminan con ustedes como apoyo moral y espiritual, ayudándoles
a desempeñar sus cargos a la luz del Evangelio y al servicio del bien.
Queridos hermanos y
hermanas, les agradecemos cuanto hacen, en ocasiones arriesgando sus propias
vidas. Gracias porque, subiendo sobre nuestras barcas en peligro, nos
ofrecen su protección y nos alientan a seguir nuestra travesía. Pero también
quisiera exhortarlos a no perder de vista el fin de su servicio y de sus
acciones: promover la vida, salvar la vida, defender la vida siempre.
Les pido, por favor, que vigilen. Vigilen
contra la tentación de cultivar un espíritu de guerra; vigilen para no ser
seducidos por el mito de la fuerza y el ruido de las armas; vigilen para no
contaminarse nunca por el veneno de la propaganda del odio, que divide el mundo
en amigos a los que defender y enemigos a los que combatir. Sean, en cambio,
testigos valientes del amor de Dios Padre, que quiere que seamos todos hermanos.
Y, juntos, caminemos para construir una nueva época de paz, de justicia y de
fraternidad. Fuente: Vatican. Va.