HIJO DE DIOS, SALVADOR
1700 años del Concilio Ecuménico de Nicea
325 – 2025
Comisión
teológica internacional
"Durante su décimo
quinquenio, la Comisión Teológica Internacional decidió profundizar en un
estudio sobre el primer Concilio Ecuménico de Nicea y su actualidad dogmática.
Los trabajos fueron realizados por una Subcomisión especial, presidida por el
Rvdo. Philippe Vallin y compuesta por los siguientes miembros: S. Excelencia.
Mons. Antonio Luiz Catelan Ferreira, S. Excelentísimo. Mons. Etienne Vetö, I.C.N., Rvdo.
Mario Ángel Flores Ramos, Rvdo. Gaby Alfred Hachem, Rvdo. Karl-Heinz Menke,
Profª. Marianne Schlosser, Profª. Robin Darling Young."
Conclusión
Anunciar hoy a todos a Jesús como nuestra salvación
La celebración
de los 1700 años del concilio de Nicea es una invitación apremiante para que la Iglesia redescubra el tesoro
que se le ha confiado y aproveche para compartirlo con alegría, en un nuevo
impulso, incluso en una “nueva etapa de evangelización”. Proclamar a Jesús
como nuestra Salvación a partir de la fe expresada en Nicea, tal como se
profesa en el símbolo Niceno-Constantinopolitano, requiere ante todo dejarnos
asombrar por la inmensidad de Cristo para que todos queden maravillados;
reavivar el fuego de nuestro amor al Señor Jesús, para que todos puedan arder
de amor por él. Nada ni nadie es más hermoso, más vivificante, más necesario
que Él.
Dostoievski lo
declama con fuerza: “He forjado dentro de mí un símbolo, donde todo me parece
claro y sagrado. Este símbolo es muy sencillo, aquí está: creer que no hay nada
más hermoso, más profundo, más comprensivo, más razonable, más fuerte y más
perfecto que Cristo”. En Jesús, homoúsios con el Padre, Dios mismo viene a
salvarnos, Dios mismo se ha unido a la humanidad para siempre, para cumplir
nuestra vocación como seres humanos. Siendo el Hijo Unigénito, nos conforma
consigo como hijos e hijas amados del Padre mediante el poder vivificante del
Espíritu Santo. Quienes han visto la gloria (doxa) de Cristo pueden cantarla y
dejar que la doxología se convierta en anuncio generoso y fraterno, es decir,
en kerigma.
Proclamar a
Jesús como nuestra Salvación desde la fe expresada en Nicea no es ignorar la
realidad de la humanidad. No da la espalda a los sufrimientos y a las sacudidas que atormentan al mundo
y que hoy parecen socavar toda esperanza. Al contrario, afronta estas
dificultades profesando la única redención posible, alcanzada por quien ha
conocido la violencia del pecado y del rechazo, la soledad del abandono y de la
muerte, y que, incluso desde el abismo del mal, ha resucitado para llevarnos
también a nosotros en su victoria hasta la gloria de la resurrección.
Este anuncio
renovado tampoco ignora la cultura y las culturas, al contrario, también aquí
con esperanza y caridad las escucha y se enriquece con ellas, las invita a la
purificación y las eleva. Entrar en una esperanza tal requiere evidentemente
una conversión, en primer lugar de parte de quien anuncia a Jesús con la
vida y con la palabra, porque implica una renovación de la inteligencia según
el pensamiento de Cristo. Nicea es fruto de una transformación del
pensamiento que ha sido posible por el acontecimiento Jesucristo. Asimismo,
sólo será posible una etapa nueva de evangelización para aquellos que se dejan
renovar por este acontecimiento, para quienes se dejan aferrar por la gloria de
Cristo, siempre nueva.
Proclamar a
Jesús como nuestra Salvación desde la fe expresada en Nicea significa prestar
especial atención a los más pequeños y vulnerables de nuestros hermanos y
hermanas. La nueva luz proyectada sobre la fraternidad entre todos los miembros de la familia humana por
Cristo, homoúsios Hijo del Padre y partícipe de la naturaleza humana común,
ilumina en particular a quienes tienen más necesidad de la esperanza de la
gracia. Estamos unidos por un vínculo radical, indestructible, con todos
aquellos que sufren y son excluidos; todos estamos llamados a trabajar para que
la salvación pueda llegarles especialmente a ellos.
Proclamar
significa aquí “dar de comer”, “dar de beber”, “acoger”, “vestir” e “ir a
visitar” (Mateo 25, 34-40), irradiar la humilde gloria de la fe, de la
esperanza y de la caridad para con aquellos en los que no se tiene confianza,
de quienes nadie espera nada y que no son amados por el mundo. Anunciar
significa hacer brillar estas virtudes teologales en la humillación y en el
sufrimiento: esto sólo puede venir de Cristo nuestro Salvador y, por tanto,
debemos dar testimonio de él y permitir reencontrarlo. Sin embargo, no nos
equivoquemos: estos crucificados de la historia son Cristo entre nosotros, en
el sentido más fuerte posible: “conmigo lo hicisteis” (Mateo 25, 40).
El Crucificado-Resucitado conoce íntimamente
sus sufrimientos y ellos conocen los suyos. Son, por tanto, los apóstoles,
maestros y evangelizadores de los ricos y de los sanos. Se trata de ayudar a
los pobres, pero sobre todo de entrar en relación con ellos y de vivir con
ellos para dejarse enseñar por ellos: ellos comprenden mejor que nadie la
inmensidad del don del Hijo homoúsios, que llega hasta la cruz, profesada en
Nicea. Pueden introducirnos en una esperanza más fuerte que la muerte,
siguiendo la Palabra de Dios que descendió hasta lo más bajo entre nosotros
para elevarnos a lo más alto con Él.
Anunciar a
Jesús como nuestra Salvación a partir de la fe expresada en Nicea es anunciarla
en la Iglesia. Es anunciarlo a través del testimonio de la admirable
fraternidad fundada en
Cristo. Es dar a conocer las maravillas por las cuales la Iglesia “una, santa,
católica y apostólica” es “sacramento universal de salvación” y da acceso a la
vida nueva: el tesoro de las Escrituras que interpreta el símbolo, la riqueza
de la oración, la liturgia y los sacramentos que brotan del bautismo profesado
en Nicea, luz del magisterio que está al servicio de la fe compartida. Este
tesoro, sin embargo, lo llevamos “en vasijas de barro” (2 Corintios 4, 7). Con
todo, es justo que sea así porque el anuncio sólo será fructífero si hay
consonancia entre la forma del mensaje y su contenido, entre la forma de Cristo
y la forma de la evangelización.
En el mundo de hoy es particularmente
importante tener presente que la gloria que hemos contemplado es la de Cristo
“manso y humilde de corazón” (Mateo 11, 29), que proclamó: “Bienaventurados los
mansos, porque ellos heredarán la tierra” (Mateo 5, 5). El
Crucificado-Resucitado es verdaderamente vencedor, pero es una victoria sobre
la muerte y el pecado y no sobre los adversarios: en el Misterio Pascual no
hay perdedores excepto el perdedor escatológico, Satanás, el que causa toda
división. El anuncio de Jesús, nuestra Salvación, no es una batalla, sino
una configuración con Cristo, aquel que miraba con amor y compasión a quienes
encontraba (Marcos 10, 21; Mateo 9,36) y se dejaba guiar por otro, por el
Espíritu del Padre. El anuncio será fructífero si es Cristo quien actúa en
nosotros:
«De hecho, es
bueno recordar que cuando envió a sus discípulos a la misión “el Señor los
asistía” (Marcos 16, 20). Él está allí, trabajando, luchando y haciendo el
bien con nosotros. De un modo misterioso, es su amor el que se manifiesta a
través de nuestro servicio, él mismo le habla al mundo con ese lenguaje que a
veces no puede tener palabras» Fuente: Vatican. Va.
Consultar el
texto completo en:
https://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/cti_documents/rc_cti_doc_20250403_1700-nicea_sp.html