5 de abril de 2025

1700 años del Concilio Ecuménico de Nicea


5 de abril. 2025.
JESUCRISTO
HIJO DE DIOS, SALVADOR
1700 años del Concilio Ecuménico de Nicea
325 – 2025
Comisión teológica internacional
"Durante su décimo quinquenio, la Comisión Teológica Internacional decidió profundizar en un estudio sobre el primer Concilio Ecuménico de Nicea y su actualidad dogmática. Los trabajos fueron realizados por una Subcomisión especial, presidida por el Rvdo. Philippe Vallin y compuesta por los siguientes miembros: S. Excelencia. Mons. Antonio Luiz Catelan Ferreira, S. Excelentísimo. Mons. Etienne Vetö, I.C.N., Rvdo. Mario Ángel Flores Ramos, Rvdo. Gaby Alfred Hachem, Rvdo. Karl-Heinz Menke, Profª. Marianne Schlosser, Profª. Robin Darling Young."
 
Conclusión
 Anunciar hoy a todos a Jesús como nuestra salvación
 
La celebración de los 1700 años del concilio de Nicea es una invitación apremiante para que la Iglesia redescubra el tesoro que se le ha confiado y aproveche para compartirlo con alegría, en un nuevo impulso, incluso en una “nueva etapa de evangelización”. Proclamar a Jesús como nuestra Salvación a partir de la fe expresada en Nicea, tal como se profesa en el símbolo Niceno-Constantinopolitano, requiere ante todo dejarnos asombrar por la inmensidad de Cristo para que todos queden maravillados; reavivar el fuego de nuestro amor al Señor Jesús, para que todos puedan arder de amor por él. Nada ni nadie es más hermoso, más vivificante, más necesario que Él.
 
Dostoievski lo declama con fuerza: “He forjado dentro de mí un símbolo, donde todo me parece claro y sagrado. Este símbolo es muy sencillo, aquí está: creer que no hay nada más hermoso, más profundo, más comprensivo, más razonable, más fuerte y más perfecto que Cristo”. En Jesús, homoúsios con el Padre, Dios mismo viene a salvarnos, Dios mismo se ha unido a la humanidad para siempre, para cumplir nuestra vocación como seres humanos. Siendo el Hijo Unigénito, nos conforma consigo como hijos e hijas amados del Padre mediante el poder vivificante del Espíritu Santo. Quienes han visto la gloria (doxa) de Cristo pueden cantarla y dejar que la doxología se convierta en anuncio generoso y fraterno, es decir, en kerigma.
 
Proclamar a Jesús como nuestra Salvación desde la fe expresada en Nicea no es ignorar la realidad de la humanidad. No da la espalda a los sufrimientos y a las sacudidas que atormentan al mundo y que hoy parecen socavar toda esperanza. Al contrario, afronta estas dificultades profesando la única redención posible, alcanzada por quien ha conocido la violencia del pecado y del rechazo, la soledad del abandono y de la muerte, y que, incluso desde el abismo del mal, ha resucitado para llevarnos también a nosotros en su victoria hasta la gloria de la resurrección.
 
Este anuncio renovado tampoco ignora la cultura y las culturas, al contrario, también aquí con esperanza y caridad las escucha y se enriquece con ellas, las invita a la purificación y las eleva. Entrar en una esperanza tal requiere evidentemente una conversión, en primer lugar de parte de quien anuncia a Jesús con la vida y con la palabra, porque implica una renovación de la inteligencia según el pensamiento de Cristo. Nicea es fruto de una transformación del pensamiento que ha sido posible por el acontecimiento Jesucristo. Asimismo, sólo será posible una etapa nueva de evangelización para aquellos que se dejan renovar por este acontecimiento, para quienes se dejan aferrar por la gloria de Cristo, siempre nueva.
 
Proclamar a Jesús como nuestra Salvación desde la fe expresada en Nicea significa prestar especial atención a los más pequeños y vulnerables de nuestros hermanos y hermanas. La nueva luz proyectada sobre la fraternidad entre todos los miembros de la familia humana por Cristo, homoúsios Hijo del Padre y partícipe de la naturaleza humana común, ilumina en particular a quienes tienen más necesidad de la esperanza de la gracia. Estamos unidos por un vínculo radical, indestructible, con todos aquellos que sufren y son excluidos; todos estamos llamados a trabajar para que la salvación pueda llegarles especialmente a ellos.
 
Proclamar significa aquí “dar de comer”, “dar de beber”, “acoger”, “vestir” e “ir a visitar” (Mateo 25, 34-40), irradiar la humilde gloria de la fe, de la esperanza y de la caridad para con aquellos en los que no se tiene confianza, de quienes nadie espera nada y que no son amados por el mundo. Anunciar significa hacer brillar estas virtudes teologales en la humillación y en el sufrimiento: esto sólo puede venir de Cristo nuestro Salvador y, por tanto, debemos dar testimonio de él y permitir reencontrarlo. Sin embargo, no nos equivoquemos: estos crucificados de la historia son Cristo entre nosotros, en el sentido más fuerte posible: “conmigo lo hicisteis” (Mateo 25, 40).
 
 El Crucificado-Resucitado conoce íntimamente sus sufrimientos y ellos conocen los suyos. Son, por tanto, los apóstoles, maestros y evangelizadores de los ricos y de los sanos. Se trata de ayudar a los pobres, pero sobre todo de entrar en relación con ellos y de vivir con ellos para dejarse enseñar por ellos: ellos comprenden mejor que nadie la inmensidad del don del Hijo homoúsios, que llega hasta la cruz, profesada en Nicea. Pueden introducirnos en una esperanza más fuerte que la muerte, siguiendo la Palabra de Dios que descendió hasta lo más bajo entre nosotros para elevarnos a lo más alto con Él.
 
Anunciar a Jesús como nuestra Salvación a partir de la fe expresada en Nicea es anunciarla en la Iglesia. Es anunciarlo a través del testimonio de la admirable fraternidad fundada en Cristo. Es dar a conocer las maravillas por las cuales la Iglesia “una, santa, católica y apostólica” es “sacramento universal de salvación” y da acceso a la vida nueva: el tesoro de las Escrituras que interpreta el símbolo, la riqueza de la oración, la liturgia y los sacramentos que brotan del bautismo profesado en Nicea, luz del magisterio que está al servicio de la fe compartida. Este tesoro, sin embargo, lo llevamos “en vasijas de barro” (2 Corintios 4, 7). Con todo, es justo que sea así porque el anuncio sólo será fructífero si hay consonancia entre la forma del mensaje y su contenido, entre la forma de Cristo y la forma de la evangelización.
 
 En el mundo de hoy es particularmente importante tener presente que la gloria que hemos contemplado es la de Cristo “manso y humilde de corazón” (Mateo 11, 29), que proclamó: “Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra” (Mateo 5, 5). El Crucificado-Resucitado es verdaderamente vencedor, pero es una victoria sobre la muerte y el pecado y no sobre los adversarios: en el Misterio Pascual no hay perdedores excepto el perdedor escatológico, Satanás, el que causa toda división. El anuncio de Jesús, nuestra Salvación, no es una batalla, sino una configuración con Cristo, aquel que miraba con amor y compasión a quienes encontraba (Marcos 10, 21; Mateo 9,36) y se dejaba guiar por otro, por el Espíritu del Padre. El anuncio será fructífero si es Cristo quien actúa en nosotros:
 
«De hecho, es bueno recordar que cuando envió a sus discípulos a la misión “el Señor los asistía” (Marcos 16, 20). Él está allí, trabajando, luchando y haciendo el bien con nosotros. De un modo misterioso, es su amor el que se manifiesta a través de nuestro servicio, él mismo le habla al mundo con ese lenguaje que a veces no puede tener palabras» Fuente: Vatican. Va. 
Consultar el texto completo en:
     https://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/cti_documents/rc_cti_doc_20250403_1700-nicea_sp.html