18 de abril 2025. Viernes Santo Pasión del Señor. VÍA CRUCIS. Fuente: ciudad del Vaticano. La vía del Calvario pasa por nuestras calles de todos los días. Nosotros, Señor, por lo general vamos en dirección opuesta a la tuya. Precisamente de ese modo puede ocurrir que nos encontremos con tu rostro, que nos crucemos con tu mirada. Nosotros avanzamos como siempre y tú vienes hacia nosotros. Tus ojos nos leen el corazón. Entonces dudamos si continuar como si nada hubiera sucedido. Podemos darnos la vuelta, mirarte, seguirte. Podemos identificarnos con tu camino e intuir que es mejor cambiar de dirección.
Jesús lo miró con amor y le dijo: «Sólo te falta una cosa: ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Después, ven y sígueme».
El Vía Crucis es la oración del que se mueve; interrumpe
nuestros recorridos habituales, para que del cansancio vayamos hacia la
alegría. Es verdad, el camino de Jesús nos cuesta; en este mundo que calcula
todo, la gratuidad tiene un alto precio. Pero en el don todo vuelve a florecer:
una ciudad dividida en facciones y lacerada por los conflictos se encamina
hacia la reconciliación; una religiosidad árida redescubre la fecundidad de las
promesas de Dios; incluso un corazón de piedra puede convertirse en un corazón
de carne. Sólo es necesario escuchar la invitación: «¡Ven! ¡Sígueme!». Y
confiar en esa mirada de amor.
Jesús es condenado a muerte
Pilato convocó a los sumos sacerdotes, a los jefes y al pueblo, y les dijo: «Ustedes me han traído a este hombre, acusándolo de incitar al pueblo a la rebelión. Pero yo lo interrogué delante de ustedes y no encontré ningún motivo de condena en los cargos de que lo acusan; ni tampoco Herodes, ya que él lo ha devuelto a este tribunal. Como ven, este hombre no ha hecho nada que merezca la muerte. Después de darle un escarmiento, lo dejaré en libertad».
No fue así. No te dejó en libertad. Sin embargo, hubiera
podido ser diferente. Es el dramático juego de nuestra libertad. Aquello por lo
cual, Señor, tanto nos estimaste. Diste confianza a Herodes, a Pilato, a amigos
y a enemigos. Eres irrevocable en la confianza con la que te pones en nuestras
manos. Podemos obtener de ella maravillas: liberando a quien es acusado
injustamente, profundizando en la complejidad de las situaciones, contrastando
los juicios que matan. Incluso Herodes hubiera podido seguir la santa inquietud
que lo atraía hacia ti; no lo hizo, ni siquiera cuando se encontró finalmente
en tu presencia. Pilato hubiera podido liberarte; ya te había absuelto. No lo
hizo. Jesús, el camino de la cruz es una posibilidad que ya hemos dejado pasar
demasiadas veces.
Lo confesamos: prisioneros de roles de los que no hemos
querido salir, preocupados por las molestias de un cambio de dirección. Tú
sigues estando ante nosotros, silenciosamente, en cada hermana y en cada
hermano expuestos a juicios y prejuicios. Vuelven argumentos religiosos,
objeciones jurídicas, el aparente sentido común que no se involucra en la
suerte de los demás; miles de razones nos ponen de la parte de Herodes, de los
sacerdotes, de Pilato y de la multitud. Sin embargo, puede ser diferente.
Jesús, tú no te lavas las manos. Sigues amando, en silencio. Has tomado tu
decisión, y ahora nos toca a nosotros.
Cuando mis certezas son prejuicios. Abre mi corazón, Jesús
Cuando me condiciona la rigidez. Abre mi corazón, Jesús
Cuando el bien me atrae secretamente. Abre mi corazón, Jesús
Cuando quisiera tener valor, pero tengo miedo de perder. Abre mi corazón, Jesús
Jesús carga la cruz
Mientras todos se admiraban por las cosas que hacía, Jesús dijo a sus discípulos: «Escuchen bien esto que les digo: El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres». Pero ellos no entendían estas palabras: su sentido les estaba velado de manera que no podían comprenderlas, y temían interrogar a Jesús acerca de esto.
Desde hacía meses, quizás años, ese peso estaba sobre tus
hombros, Jesús. Cuando hablabas de eso, nadie te prestaba atención; resistencia
invencible, incluso al intuirlo. No la buscaste, pero sentiste que la cruz
venía hacia ti, cada vez de una manera diferente. Si la acogiste, fue porque
advertiste, más allá del peso, su responsabilidad. Jesús, el camino de tu cruz
no es sólo en subida; es tu abajamiento hacia aquellos que has amado, hacia el
mundo que Dios ama; es una respuesta, es asumir una responsabilidad. Cuesta,
como cuestan los vínculos más auténticos, los amores más hermosos.
El peso que
llevas describe el aliento que te mueve, ese Espíritu “que es Señor y da la
vida”. Quién sabe por qué tememos incluso interrogarte sobre esto. En realidad,
somos nosotros los que tenemos dificultad para respirar, a fuerza de evitar
responsabilidades. Sería suficiente con no escapar y permanecer junto a
aquellos que nos has dado, en los contextos donde nos has puesto. Unirnos,
sintiendo que sólo así dejamos de ser prisioneros de nosotros mismos. Lo había
anunciado el profeta: “Los jóvenes se fatigan y se agotan, los adultos
tropiezan y caen; pero los que esperan en ti renuevan sus fuerzas, despliegan
alas como las águilas; corren y no se agotan, avanzan y no se fatigan” (cf. Is
40,30-31).
Si nos parece no tener fuerzas para dedicarnos a los demás. Líbranos del cansancio, Señor
Si buscamos excusas para evadir las responsabilidades. Líbranos del cansancio, Señor
Si tenemos talentos y capacidades para poner en juego. Líbranos del cansancio, Señor
Si nuestro corazón sigue vibrando frente a la injusticia. Líbranos del cansancio, Señor
Jesús cae por primera vez
«¡Ay de ti, Corozaín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros realizados entre ustedes, hace tiempo que se habrían convertido, poniéndose cilicio y sentándose sobre ceniza. Por eso Tiro y Sidón, en el día del Juicio, serán tratadas menos rigurosamente que ustedes. Y tú, Cafarnaúm, ¿acaso crees que serás elevada hasta el cielo? No, serás precipitada hasta el infierno».
Fue como un primer “tocar fondo” y pronunciaste palabras
duras, Jesús, contra esos lugares que eran tan queridos para ti. La semilla de
tu palabra parecía caer en el vacío y, del mismo modo, cada uno de tus gestos
de liberación. Todo profeta se sintió caer en el vacío del fracaso, para seguir
avanzando, después, en los caminos del Señor. Tu vida, Jesús, es una parábola;
nunca cae en vano en nuestra tierra. Incluso esa primera vez, la decepción
pronto fue interrumpida por la alegría de los tuyos, a los que habías enviado;
regresaban de su misión y te narraban los signos del Reino de Dios.
Entonces tú
exaltaste de alegría espontánea, exuberante, que hace saltar con una energía
contagiosa. Bendijiste al Padre, que esconde sus designios a los sabios y
entendidos, y los revela a los pequeños. También la vía de la cruz ha sido
trazada de manera profunda en la tierra; los grandes se apartan de ella,
quisieran tocar el cielo. Pero el cielo está aquí, ha descendido, es posible
encontrarlo aun cayendo, aun permaneciendo en el suelo. Los constructores de
Babel nos dicen que no es posible equivocarse y que el que cae está perdido; es
la obra del infierno. La economía de Dios, por el contrario, no mata, no
descarta, no aplasta; es humilde, fiel a la tierra. Tu camino, Jesús, es el
camino de las Bienaventuranzas: no destruye, sino que cultiva, repara, protege.
Para desafiar una economía que mata. Que venga tu Reino
Para devolver la fuerza al que ha caído. Que venga tu Reino
En las sociedades competitivas y entre los que buscan los primeros puestos. Que venga tu Reino
Por los que están en las fronteras y sienten que su viaje ha terminado. Que venga tu Reino
IV estación
Jesús encuentra a su madre
Su madre y sus hermanos fueron a verlo, pero no pudieron acercarse a causa de la multitud. Entonces le anunciaron a Jesús: «Tu madre y tus hermanos están ahí afuera y quieren verte». Pero él les respondió: «Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican».
Tu madre está en la vía de la cruz; ella fue tu primera
discípula. Con delicada determinación, con esa inteligencia de las cosas que le
hace conservarlas y meditarlas en el corazón, tu madre está. Desde el instante
en el que le fue propuesto acogerte en su seno hizo un cambio, se convirtió a
ti. Unió sus caminos a los tuyos. No fue una renuncia, sino un descubrimiento
continuo, hasta el Calvario. Seguirte es dejar que sigas tu camino; tenerte es
dar espacio a tu novedad. Lo sabe toda madre: un hijo sorprende. Hijo amado, tú
reconoces que tu madre y tus hermanos son aquellos que escuchan y se dejan
cambiar. No hablan, sino que hacen
. En Dios las palabras son hechos, las
promesas son realidades. En la vía de la cruz, oh Madre, estás entre las pocas
que lo recuerda. Ahora es el Hijo el que te necesita. Él percibe que tú no
desesperas, que sigues engendrando la Palabra en tu seno. También nosotros,
Jesús, logramos seguirte generados por quien te ha seguido. También nosotros
hemos venido al mundo por la fe de tu madre y de innumerables testigos que
generan vida incluso allí donde todo habla de muerte. Aquella vez, en Galilea,
fueron ellos los que querían verte. Ahora, subiendo al Calvario, tú mismo
buscas la mirada del que te escucha y lo pone en práctica. Acuerdo
indescriptible. Alianza indisoluble.
María pregunta y reflexiona. He aquí a mi madre
María sale de su casa y viaja decidida. He aquí a mi madre
María se alegra y consuela. He aquí a mi madre
María acoge y cuida. He aquí a mi madre
María se arriesga y protege. He aquí a mi madre
María no teme juicios ni insinuaciones. He aquí a mi madre
María espera y permanece. He aquí a mi madre
María orienta y acompaña. He aquí a mi madre
María no concede nada a la muerte. He aquí a mi madre
Jesús es ayudado por el Cirineo a llevar la cruz
Cuando lo llevaban, detuvieron a un tal Simón de Cirene, que volvía del campo, y lo cargaron con la cruz, para que la llevara detrás de Jesús.
No se ofreció, lo detuvieron. Simón regresaba de trabajar y
lo cargaron con la cruz de un condenado. Habrá tenido el físico adecuado,
cierto, pero su camino era otro, su plan era otro. Con Dios nos podemos
tropezar con una situación así. Quién sabe por qué, Jesús, ese nombre ―Simón de
Cirene― se hizo rápidamente imborrable entre tus discípulos. En el camino de la
cruz no estaban ellos, tampoco nosotros, Simón, en cambio, sí. Sigue siendo
válido hoy que mientras alguien ofrece todo de sí, nosotros, o podemos estar en
otra parte, incluso tratando de huir; o bien, podemos involucrarnos. Jesús,
nosotros creemos recordar el nombre de Simón porque aquel incidente lo cambió
para siempre. No cesó nunca de pensar en ti. Se volvió parte de tu cuerpo,
testigo de primera mano de la diferencia entre ti y cualquier otro condenado.
Simón de Cirene se encontró cargando con tu cruz, sin haberla pedido, como el
yugo del que tú hablaste un día: «mi yugo es suave y mi carga liviana» (Mt
11,30). También los animales trabajan mejor si avanzan juntos.
Y tú, Jesús,
amas involucrarte con tu trabajo, que prepara la tierra para que sea nuevamente
sembrada. Necesitamos esa sorprendente delicadeza. Necesitamos a alguien que
nos detenga, a veces, y ponga sobre nuestros hombros algún trozo de realidad
que simplemente necesita ser cargado. Se puede trabajar el día entero, pero sin
ti, se desperdicia. En vano se cansan los constructores, en vano vigila el
centinela de la ciudad que Dios no construye (cf. Sal 127). Por eso, en el
camino de la cruz surge la nueva Jerusalén. Y nosotros, como Simón de Cirene,
cambiamos rumbo y trabajamos contigo.
Cuando las noticias no nos conmueven. Detén nuestra carrera, Señor
Cuando las personas se vuelven números. Detén nuestra carrera, Señor
Cuando nunca hay tiempo para escuchar. Detén nuestra carrera, Señor
Cuando tenemos prisa por decidir. Detén nuestra carrera, Señor
Cuando los cambios de programa no son permitidos. Detén nuestra carrera, Señor
La Verónica enjuga el rostro de Jesús
Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante. Y dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que aparecían revestidos de gloria y hablaban de la partida de Jesús, que iba a cumplirse en Jerusalén.
Mi corazón sabe que dijiste: «Busquen mi rostro».
Yo busco tu rostro, Señor, no lo apartes de mí.
En tu rostro, Jesús, vemos tu corazón. Tu decisión se lee en
tus ojos, traspasa tu semblante, vuelve tus facciones expresión de una atención
inconfundible. Te fijas en Verónica y también en mí. Yo busco tu rostro, que
describe la decisión de amarnos hasta el último suspiro: incluso más allá,
porque fuerte como la muerte es el amor (cf. Ct 8,6). Tu rostro, que quisiera
imprimir y conservar, nos cambia el corazón. Tú te entregas a nosotros, día
tras día, en el rostro de cada ser humano, memoria viva de tu encarnación. Cada
vez que nos acercamos al más pequeño, en efecto, nos interesamos por tus
miembros y tú permaneces con nosotros.
De esta forma nos iluminas el corazón y
la expresión de nuestro semblante. En vez de rechazar, ahora acogemos. En el
camino de la cruz nuestro rostro, como el tuyo, puede volverse finalmente
resplandeciente y derramar bendiciones. Has grabado en nosotros la memoria,
presentimiento de tu regreso, cuando nos reconocerás con la primera mirada, uno
a uno. Entonces, tal vez, te asemejaremos. Y estaremos cara a cara, en un
diálogo sin fin, en la intimidad de la que nunca nos cansaremos, familia de
Dios.
Si nuestros proyectos excluyen. Graba en nosotros tu recuerdo, Jesús
Si nuestro corazón es indiferente. Graba en nosotros tu recuerdo, Jesús
Si nuestras actitudes causan división. Graba en nosotros tu recuerdo, Jesús
Si nuestras elecciones lastiman. Graba en nosotros tu recuerdo, Jesús
VII estación
Jesús cae por segunda vez
Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Este
hombre recibe a los pecadores y come con ellos». Jesús les dijo entonces esta
parábola: «Si alguien tiene cien ovejas y pierde una, ¿no deja acaso las
noventa y nueve en el campo y va a buscar la que se había perdido, hasta
encontrarla? Y cuando la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de
alegría, y al llegar a su casa llama a sus amigos y vecinos, y les dice:
“Alégrense conmigo, porque encontré la oveja que se me había perdido”».
Caer y levantarse; caer y volver a levantarse. Así nos has
enseñado a leer, Jesús, la aventura de la vida humana. Humana porque es
abierta. A las máquinas no les permitimos equivocarse, las pretendemos
perfectas. En cambio, las personas dudan, se distraen, se pierden. Y, sin
embargo, conocen la alegría: aquella de los nuevos inicios, aquella de los
renacimientos. Los humanos no se generan mecánicamente, sino artesanalmente:
somos piezas únicas, un entrelazado de gracia y responsabilidad. Jesús, te
hiciste uno de nosotros; no tuviste temor de tropezar y de caer. Quien se
avergüenza de ello, quien hace alarde de infalibilidad, quien oculta sus
propias caídas y no perdona las de los demás, reniega del camino que tú has
elegido.
Tú eres, Jesús, el Señor de la alegría. En ti todos nos encontramos y
somos llevados a casa, como la única oveja que se había perdido. Deshumana es
la economía en la que noventa y nueve valen más que uno. Sin embargo, hemos
construido un mundo que funciona de ese modo; un mundo de cálculos y
algoritmos, de frías lógicas e intereses implacables. La ley de tu casa,
economía divina, es otra, Señor. Volvernos a ti, que caes y te levantas, es un
cambio de ruta y un cambio de paso. Conversión que devuelve alegría y nos lleva
a casa.
Somos adolescentes que se sienten inseguros. Levántanos, oh Dios, nuestra salvación
Somos jóvenes que muchos adultos desprecian. Levántanos, oh Dios, nuestra salvación
Somos adultos que se han equivocado. Levántanos, oh Dios, nuestra salvación
Somos ancianos que aún quieren soñar. Levántanos, oh Dios, nuestra salvación
Jesús encuentra a las mujeres de Jerusalén
Lo seguían muchos del pueblo y un buen número de mujeres, que se golpeaban el pecho y se lamentaban por él. Pero Jesús, volviéndose hacia ellas, les dijo: «¡Hijas de Jerusalén!, no lloren por mí; lloren más bien por ustedes y por sus hijos. Porque se acerca el tiempo en que se dirá: “¡Felices las estériles, felices los senos que no concibieron y los pechos que no amamantaron!” Entonces se dirá a las montañas: “¡Caigan sobre nosotros!”, y a los cerros: “¡Sepúltennos!” Porque si así tratan a la leña verde, ¿Qué será de la leña seca?».
En las mujeres has reconocido desde siempre, Jesús, una
particular correspondencia con el corazón de Dios. Por eso, en la gran multitud
del pueblo que aquel día cambió dirección y te seguía, inmediatamente viste a
las mujeres y, una vez más, estableciste con ellas una conexión especial. La
ciudad es distinta cuando se lleva en el vientre a sus habitantes, cuando se
amamanta a los niños: en definitiva, cuando no se conoce solamente el registro
del dominio, sino que las cosas se viven desde dentro. A las mujeres que por
deber llevan a cabo el rito de la compasión, tú les golpeas el corazón. En
efecto, es en el corazón donde se enlazan los acontecimientos y nacen los
pensamientos y las decisiones. «No lloren por mí». El corazón de Dios vibra por
su pueblo, genera una nueva ciudad. «Lloren más bien por ustedes y por sus
hijos».
En realidad, existe un llanto donde todo renace. Pero son necesarias
lágrimas de reconsideración, de las que no hay que avergonzarse, lágrimas que
no se pueden esconder en lo íntimo. Nuestra convivencia herida, oh Señor, en
este mundo hecho trizas, necesita lágrimas sinceras, no de circunstancia. De lo
contrario, se realizará lo que predijeron los apocalípticos: ya no generaremos
nada y todo se derrumbará. En cambio, la fe mueve montañas. Los montes y las
colinas no se derrumban sobre nosotros, sino que en medio a ellos se abre un
camino. Es tu camino, Jesús: un camino en salida, en el que los apóstoles te
abandonaron, pero tus discípulas ―madres de la Iglesia― te siguieron.
Has repudiado la prepotencia y el dominio. Danos un corazón materno, Jesús
Has reunido y consolado las lágrimas de las madres. Danos un corazón materno, Jesús
Has confiado a las mujeres el mensaje de la resurrección. Danos un corazón materno, Jesús
Has inspirado en la Iglesia nuevos carismas y sensibilidad. Danos un corazón materno, Jesús
Jesús cae por tercera vez
[Jesús] dijo a Simón: «¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y
tú no derramaste agua sobre mis pies; en cambio, ella los bañó con sus lágrimas
y los secó con sus cabellos. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que
entré, no cesó de besar mis pies. Tú no ungiste mi cabeza; ella derramó perfume
sobre mis pies. Por eso te digo que sus pecados, sus numerosos pecados, le han
sido perdonados porque ha demostrado mucho amor. Pero aquel a quien se le
perdona poco, demuestra poco amor». Después dijo a la mujer: «Tus pecados te
son perdonados». Los invitados pensaron: «¿Quién es este hombre, que llega
hasta perdonar los pecados?».
No sólo una o dos veces, tú caes de nuevo, Jesús. Te caías
cuando eras niño, como todo niño. Así abarcaste y acogiste nuestra humanidad,
que cae una y otra vez. Si el pecado nos aleja, tu existir sin pecado te acerca
a todo pecador, te une indisolublemente a las caídas. Y esto mueve a la
conversión. Escándalo para quien toma distancia de los demás y de sí mismo.
Escándalo para quien vive dividido en dos, entre lo que debería ser y lo que
realmente es. En tu misericordia, Jesús, cae toda hipocresía. Las máscaras, las
fachadas hermosas no sirven más. Dios ve el corazón. Ama el corazón.
Enciende
el corazón. Y de esta manera me levantas y me colocas en caminos nunca antes
recorridos, audaces, generosos. ¿Quién eres, Jesús, que perdonas también los
pecados? De nuevo caído por tierra, en el camino de la cruz, eres el Salvador
de esta tierra nuestra. No sólo la habitamos, sino que hemos sido plasmados con
ella. Tú, por tierra, nos sigues modelando, como un hábil alfarero.
Cuando de los conflictos no se ve el final, acuérdate de nosotros: Nosotros somos arcilla en tus manos
Cuando la tecnología nos engaña haciéndonos creer omnipotentes, acuérdate de nosotros: Nosotros somos arcilla en tus manos
Cuando los éxitos nos despeguen de la tierra, acuérdate de nosotros: Nosotros somos arcilla en tus manos
Cuando nos preocupa más la apariencia que el corazón, acuérdate de nosotros: Nosotros somos arcilla en tus manos
X estación
Jesús es despojado de sus vestiduras
Entonces Job se levantó y rasgó su manto; se rapó la cabeza,
se postró con el rostro en tierra y exclamó: «Desnudo salí del vientre de mi
madre, y desnudo volveré allí. El Señor me lo dio y el Señor me lo quitó:
¡bendito sea el nombre del Señor!». En todo esto, Job no pecó ni dijo nada
indigno contra Dios.
No te desnudas, te desnudan. La diferencia está clara para
todos nosotros, Jesús. Sólo quien nos ama puede acoger nuestra desnudez entre
sus manos y en su mirada. Tememos, en cambio, la mirada de quien no nos conoce
y sólo sabe poseer. Estás desnudo y expuesto a todos, pero tú transformas
incluso la humillación en familiaridad. Quieres revelarte íntimo incluso a
quien te destruye, miras a quien te desnuda como a una persona amada que el
Padre te ha dado. Aquí hay más que la paciencia de Job, incluso más que su fe.
En ti está el Esposo que se deja tomar, tocar y trueca todo en bien. Nos dejas
tus vestiduras, como reliquias de un amor consumado.
Están en nuestras manos,
porque has estado en casa, has estado con nosotros. Nosotros tomamos tus
vestiduras y ahora las echamos a suerte, pero la suerte, aquí, no favorece a
uno, sino a todos. Nos conoces uno a uno, para salvar a todos, todos, todos. Y
si la Iglesia te parece hoy como una vestidura rasgada, enséñanos a recoser
nuestra fraternidad, fundada sobre tu entrega. Somos tu cuerpo, tu túnica
indivisible, tu Esposa. Lo somos juntos. Para nosotros la suerte ha caído en un
lugar de delicias, estamos contentos con nuestra herencia (cf. Sal 16,6).
Señor Jesús, que llevas las heridas de nuestra historia. Concede a tu Iglesia paz y unidad
Señor Jesús, que conoces la fragilidad de nuestro amor. Concede a tu Iglesia paz y unidad
Señor Jesús, que nos quieres miembros de tu Cuerpo. Concede a tu Iglesia paz y unidad
Señor Jesús, que vistes la túnica de la misericordia. Concede a tu Iglesia paz y unidad
Jesús es clavado en la cruz
Con él llevaban también a otros dos malhechores, para ser ejecutados. Cuando llegaron al lugar llamado «del Cráneo», lo crucificaron junto con los malhechores, uno a su derecha y el otro a su izquierda. Jesús decía: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».
Nada nos asusta más que la inmovilidad. Y tú estás clavado,
inmovilizado, bloqueado. Lo estás, pero junto a otros, nunca solo; estás
determinado a revelarte también en la cruz como el Dios con nosotros. La
revelación no se detiene, no se clava. Tú, Jesús, nos muestras que en cualquier
circunstancia hay una decisión que tomar. Y este es el vértigo de la libertad.
Ni siquiera en la cruz estás neutralizado, tú decides para quién estás ahí. Tú
prestas atención tanto a uno como a otro de los que están crucificados contigo;
dejas deslizar los insultos de uno y acoges la invocación del otro.
Tú prestas
atención a quien te crucifica y sabes leer el corazón de quien no sabe lo que
hace. Tú prestas atención al cielo, lo quisieras más claro, pero rasgas la
barrera de la oscuridad con la luz de la intercesión. Clavado, de hecho,
intercedes, te pones en medio de las partes, entre los opuestos. Y los llevas a
Dios, porque tu cruz derriba los muros, cancela las deudas, anula las
sentencias, establece la reconciliación. Eres el verdadero Jubileo.
Conviértenos a ti, Jesús, que clavado todo lo puedes.
Cuando nos vemos inmovilizados por leyes y decisiones injustas. Enséñanos a amar
Cuando nos vemos contrastados por quien no quiere la verdad y la justicia. Enséñanos a amar
Cuando estamos tentados de perder la esperanza. Enséñanos a amar
Cuando se dice que “no hay nada más que hacer”. Enséñanos a amar
Jesús muere en la cruz
El sol se eclipsó […] El velo del Templo se rasgó por el medio. Jesús, con un grito, exclamó: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Y diciendo esto, expiró. Cuando el centurión vio lo que había pasado, alabó a Dios, exclamando: «Realmente este hombre era un justo». Y la multitud que se había reunido para contemplar el espectáculo, al ver lo sucedido, regresaba golpeándose el pecho. Todos sus amigos y las mujeres que lo habían acompañado desde Galilea permanecían a distancia, contemplando lo sucedido.
En el Calvario, ¿dónde estamos nosotros?, ¿bajo la cruz?, ¿a
cierta distancia?, ¿lejos? O tal vez, como los apóstoles, ya no estamos. Tú
expiras, y este respiro, último y primero, sólo pide ser acogido. Señor Jesús,
orienta nuestros caminos hacia tu don. No permitas que tu soplo de vida se
disipe. Nuestra oscuridad busca luz. Nuestros templos quieren permanecer
definitivamente abiertos. Ahora el Santo ya no está detrás del velo, su secreto
se ofrece a todos. Lo percibe un militar, que observando de cerca cómo mueres
reconoce un nuevo tipo de fuerza.
Lo comprende la multitud que había gritado
contra ti; antes estaba distante, pero ahora encuentra el espectáculo de un
amor jamás visto, de una belleza que la hace volver a creer. A quienes te ven
morir, Señor, tú les das el tiempo de volver, golpeándose el pecho, golpeándose
el corazón, para que su dureza se haga pedazos. A nosotros, Jesús, que
frecuentemente te miramos todavía desde lejos, concédenos vivir acordándonos de
ti, para que un día, cuando vengas, también la muerte nos encuentre vivos.
Ante el hermano caído hemos mirado hacia otro lado. ¡Ven, Espíritu Santo!
Los misericordiosos y los pobres en el espíritu parecen unos perdedores. ¡Ven, Espíritu Santo!
Creyentes y no creyentes están frente al crucificado. ¡Ven, Espíritu Santo!
El mundo entero busca comenzar de nuevo. ¡Ven, Espíritu Santo!
Jesús es bajado de la cruz
Llegó entonces un miembro del Consejo, llamado José, hombre recto y justo, que había disentido con las decisiones y actitudes de los demás. Era de Arimatea, ciudad de Judea, y esperaba el Reino de Dios. Fue a ver a Pilato para pedirle el cuerpo de Jesús. Después [lo bajó] de la cruz.
Finalmente, tu cuerpo está en las manos de un hombre bueno y
justo. Tú estás envuelto en el sueño de la muerte, Jesús, pero el que se hace
cargo de ti es un corazón vivo, que ha hecho una elección. José no era de
aquellos que dicen y no hacen. “Había disentido con las decisiones y actitudes
de los demás”, dice el Evangelio. Y esto es una buena noticia: te abraza,
Jesús, uno que no ha abrazado la opinión común. Se hace cargo de ti uno que ha
asumido las propias responsabilidades. Estás en tu sitio, Jesús, en el seno de
José de Arimatea, que “esperaba el Reino de Dios”.
Estás en tu sitio entre
quien espera todavía, entre quien no se resigna a pensar que la injusticia es
inevitable. Tú rompes la cadena de lo ineludible, Jesús. Rompes los
automatismos que destruyen la casa común y la fraternidad. A quienes esperan tu
Reino les das el valor de presentarse a las autoridades, como Moisés al Faraón,
como José de Arimatea a Pilatos. Nos habilitas para grandes responsabilidades,
nos haces audaces. Así, aun estando muerto, sigues reinando. Y para nosotros,
Jesús, servirte es reinar.
Dando de beber a los sedientos. Servirte es reinar
Vistiendo al desnudo. Servirte es reinar
Hospedando a los forasteros. Servirte es reinar
Visitando a los enfermos. Servirte es reinar
Visitando a los encarcelados. Servirte es reinar
Enterrando a los muertos. Servirte es reinar
XIV estación
Jesús es colocado en el sepulcro
Lo envolvió en una sábana y lo colocó en un sepulcro cavado
en la roca, donde nadie había sido sepultado. Era el día de la Preparación, y
ya comenzaba el sábado. Las mujeres que habían venido de Galilea con Jesús
siguieron a José, observaron el sepulcro y vieron cómo había sido sepultado.
Después regresaron y prepararon los bálsamos y perfumes, pero el sábado
observaron el descanso que prescribía la Ley.
En un sistema que nunca se detiene, Jesús, tú vives tu
sábado. Lo viven también las mujeres, a las que aromas y perfumes quisieran ya
hablar de resurrección. Enséñanos a no hacer nada, cuando únicamente se nos
pide esperar. Edúcanos en los tiempos de la tierra, que no son los del
artificio. Colocado en el sepulcro, Jesús, compartes la condición que nos
acomuna a todos y alcanzas los abismos que tanto nos asustan. Ves cómo los
rehuimos, multiplicando nuestras actividades. Giramos frecuentemente en círculos,
pero el sábado brilla con sus luces, nos educa y nos pide descanso.
Vida
divina, vida a la medida del hombre, la que conoce la paz del sábado. «Cada uno
se sentará bajo su parra y bajo su higuera, sin que nadie lo perturbe» (Mi
4,4), profetizaba Miqueas. Y Zacarías se hace eco de esta palabra: «Aquel día
–oráculo del Señor de los ejércitos– ustedes se invitarán unos a otros debajo
de la parra y de la higuera» (Zacarías 3,10). Jesús, que pareces dormir en un mundo
tempestuoso, llévanos a todos a la paz del sábado. Entonces la creación entera
nos parecerá muy buena y hermosa, destinada a la resurrección. Y habrá paz para
tu pueblo y entre todas las naciones.
Para los justos y los injustos. Que venga tu paz
Para quien es invisible y carece de voz. Que venga tu paz
Para quien no tiene poder ni dinero. Que venga tu paz
Para quien espera un brote justo. Que venga tu paz
Hemos recorrido la vía de la Cruz; nos hemos dirigido al
amor del que nada podrá separarnos. Ahora, mientras el Rey duerme y un gran
silencio cubre toda la tierra, haciendo nuestras las palabras de san Francisco
invoquemos el don de la conversión del corazón.