Padre, Jairo Yate Ramírez.
Arquidiócesis de Ibagué
El reino de los cielos se parece
también a un comerciante de perlas finas, que al encontrar una de gran valor,
se va a vender todo lo que tiene y la compra». Mateo 13, 44-46
La
mayor riqueza que una persona creyente puede encontrar en su vida de fe es el
Reino de Dios. No existe otra posibilidad. Para poder vivir según ese Reino
es necesario el sacrificio, la perseverancia, el desprendimiento, el tomar
conciencia de la importancia que tiene dicho Reino en la vida terrenal y
eterna.
El
Papa Francisco explica: Así es el Reino de Dios: quien lo encuentra no tiene
dudas, siente que es lo que buscaba, que esperaba y que responde a sus
aspiraciones más auténticas. Y es realmente así: quien conoce a Jesús, quien lo
encuentra personalmente, se queda fascinado, atraído por tanta bondad, tanta
verdad, tanta belleza, y todo en una gran humildad y sencillez. Buscar a Jesús,
encontrar a Jesús. Este es el gran tesoro.» (cfr. Homilía, 27 de julio de
2014).
Quien
goza de la sabiduría divina, elige el Reino de Dios. Es muy importante
saber descubrir lo excelso de las cosas, la esencia de los mensajes divinos, la
calidad de las ideas. Se pueden tomar grandes decisiones cuando se ha aprendido
en la vida a caminar de la mano de Dios. Encontrar un tesoro es encontrar algo
maravilloso, es encontrar lo que uno estaba buscando tanto. Ser un mensajero del
Reino de Dios en el mundo. Debe ser alguien con la capacidad de
desprendimiento, sacrificio, dedicación, perseverancia, buen escucha de la
Palabra divina.
El
Concilio ecuménico Vaticano II nos recomienda: Renunciar para poder disfrutar
del Reino de Dios: “Vigilen, pues, todos para ordenar rectamente sus
afectos, no sea que, en el uso de las cosas de este mundo y en el apego a las
riquezas, encuentren un obstáculo que les aparte, contra el espíritu de pobreza
evangélica, de la búsqueda de la perfecta caridad, según el aviso del Apóstol:
Los que usan de este mundo, no se detengan en eso, porque los atractivos de
este mundo pasan (cfr. 1 Corintios 7, 31)" (cfr. Lumen Gentium, 42).
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