22 de octubre 2025. “El Resucitado cambia radicalmente la
perspectiva, infundiendo la esperanza.” Audiencia Papa León XIV. Plaza de
san Pedro.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! ¡Y bienvenidos
todos!
La resurrección de Jesucristo es un acontecimiento que nunca
termina de ser contemplado y meditado, y cuanto más se profundiza en él, más
nos quedamos llenos de asombro, atraídos como por una luz deslumbrante y al
mismo tiempo fascinante. Fue una explosión de vida y alegría que cambió el
sentido de toda la realidad, de negativo a positivo; sin embargo, no ocurrió de
manera espectacular, y mucho menos violenta, sino de forma suave, oculta,
podríamos decir humilde.
Hoy vamos a reflexionar sobre cómo la resurrección de
Cristo puede curar una de las enfermedades de nuestro tiempo: la tristeza.
Invasiva y generalizada, la tristeza acompaña los días de muchas personas. Se
trata de un sentimiento de precariedad, a veces de profunda desesperación, que
invade el espacio interior y parece prevalecer sobre cualquier impulso de
alegría.
La tristeza le quita sentido y vigor a la vida, que
se convierte en un viaje sin dirección y sin significado. Esta experiencia tan
actual nos remite al famoso relato del Evangelio de Lucas (24, 13-29) sobre los
dos discípulos de Emaús. Ellos, desilusionados y desanimados, se alejan de
Jerusalén, dejando atrás las esperanzas puestas en Jesús, que ha sido
crucificado y sepultado.
En sus primeras frases, este episodio muestra como un
paradigma de la tristeza humana: el final del objetivo en el que han invertido
tantas energías, la destrucción de lo que parecía esencial en la propia vida. La
esperanza se ha desvanecido, la desolación se ha apoderado de su corazón.
Todo ha implosionado en muy poco tiempo, entre el viernes y el sábado, en una
dramática sucesión de acontecimientos.
La paradoja es realmente emblemática: este triste viaje
de derrota y retorno a la normalidad se realiza el mismo día de la victoria de
la luz, de la Pascua que se ha consumado plenamente. Los dos hombres dan la
espalda al Gólgota, al terrible escenario de la cruz aún grabado en sus ojos y
en sus corazones. Todo parece perdido. Es necesario volver a la vida anterior,
manteniendo un perfil bajo, esperando no ser reconocidos.
En cierto momento, un viandante se une a los dos discípulos,
tal vez uno de los muchos peregrinos que han estado en Jerusalén para la
Pascua. Es Jesús resucitado, pero no lo reconocen. La tristeza les nubla la
mirada, borra la promesa que el Maestro había hecho varias veces: que tenía
que morir y que al tercer día resucitaría. El desconocido se acerca y se
muestra interesado en lo que están diciendo. El texto dice que los dos «se
detuvieron, con el semblante triste» (Lucas 24, 17). El adjetivo griego
utilizado describe una tristeza integral: en sus rostros se refleja la
parálisis del alma.
Jesús los escucha, les deja desahogar su desilusión.
Luego, con gran franqueza, los reprende por ser «duros de entendimiento para
creer en todo lo que han dicho los profetas» (v. 25), y a través de las
Escrituras les demuestra que Cristo debía sufrir, morir y resucitar. En los
corazones de los dos discípulos se reaviva el calor de la esperanza, y
entonces, cuando ya cae la tarde y llegan a su destino, invitan al misterioso
compañero a quedarse con ellos.
Jesús acepta y se sienta a la mesa con ellos. Luego toma el
pan, lo parte y lo ofrece. En ese momento, los dos discípulos lo reconocen...
pero Él desaparece inmediatamente de su vista (vv. 30-31). El gesto del pan
partido reabre los ojos del corazón, ilumina de nuevo la vista nublada por
la desesperación. Y entonces todo se aclara: el camino compartido, la palabra
tierna y fuerte, la luz de la verdad... De inmediato se reaviva la alegría, la
energía vuelve a fluir en los miembros cansados, la memoria vuelve a ser
agradecida. Y los dos regresan deprisa a Jerusalén, para contarlo todo a los
demás.
«Es verdad, ¡el Señor ha resucitado!» (cf. v. 34). En este
adverbio, «verdaderamente», se cumple el destino seguro de nuestra historia
como seres humanos. No por casualidad es el saludo que los cristianos se
intercambian el día de Pascua. Jesús no resucitó con palabras, sino con
hechos, con su cuerpo que conserva las marcas de la pasión, sello perenne
de su amor por nosotros. La victoria de la vida no es una palabra vana, sino un
hecho real, concreto.
Que la alegría inesperada de los discípulos de Emaús sea
para nosotros un dulce recordatorio cuando el camino se hace difícil. Es el
Resucitado quien cambia radicalmente la perspectiva, infundiendo la esperanza
que llena el vacío de la tristeza. En los senderos del corazón, el
Resucitado camina con nosotros y por nosotros. Testimonia la derrota de la
muerte, afirma la victoria de la vida, a pesar de las tinieblas del Calvario. La
historia todavía tiene mucho que esperar en el bien.
Reconocer la Resurrección significa cambiar la mirada sobre
el mundo: volver a la luz para reconocer la Verdad que nos ha salvado y nos
salva. Hermanas y hermanos, permanezcamos vigilantes cada día en el asombro de
la Pascua de Jesús resucitado. ¡Él solo hace posible lo imposible!.
Fuente e Imagen de Vatican. Va
