15 de octubre 2025. “El resucitado es la fuente viva que no
se seca” Audiencia Papa León XIV. La resurrección de Cristo y los desafíos del
mundo. Plaza de san Pedro.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En las catequesis del Año jubilar, hasta este momento, hemos
recorrido la vida de Jesús siguiendo los Evangelios, desde el nacimiento a la
muerte y resurrección. De este modo, nuestra peregrinación en la esperanza ha
encontrado su fundamento firme, su camino seguro. Ahora, en la última parte del
camino, dejaremos que el misterio de Cristo, que culmina en la Resurrección,
libere su luz de salvación en contacto con la realidad humana e histórica
actual, con sus preguntas y sus desafíos.
Nuestra vida está marcada por innumerables acontecimientos,
llenos de matices y de vivencias diferentes. A veces nos sentimos alegres,
otras veces tristes, otras incluso satisfechos, o estresados, gratificados o
desmotivados. Vivimos muy ocupados, nos centramos en alcanzar resultados,
llegamos a alcanzar metas también altas, prestigiosas. Y viceversa,
permanecemos suspendidos, precarios, esperando éxitos y reconocimientos que
tardan en llegar o que nunca llegan.
En resumen, nos encontramos experimentando
una situación paradójica: quisiéramos ser felices, pero es muy difícil
conseguirlo de forma continuada y sin sombras. Aceptamos nuestras
limitaciones y, al mismo tiempo, tenemos el impulso irreprimible de intentar
superarlas. En el fondo, sentimos que siempre nos falta algo.
En verdad, no hemos sido creados para la falta, sino para
la plenitud, para disfrutar de la vida y de la vida en abundancia, según la
expresión de Jesús en el Evangelio de Juan (cfr. 10, 10). Este deseo grande de
nuestro corazón puede encontrar su última respuesta no en los roles, no en el
poder, no en el tener, sino en la certeza de que alguien se hace garante de
este impulso constitutivo de nuestra humanidad; en la conciencia de que esta
espera no será decepcionada o frustrada.
Tal certeza coincide con la esperanza.
Esto no quiere decir pensar de forma optimista: a menudo el optimismo nos
decepciona, al ver cómo nuestras expectativas implosionan, mientras la
esperanza promete y cumple.
Hermanas y hermanos, ¡Jesús Resucitado es la garantía de
esta llegada! Él es la fuente que sacia nuestra sed ardiente, la sed infinita
de plenitud que el Espíritu Santo infunde en nuestro corazón. La
Resurrección de Cristo, de hecho, no es un simple acontecimiento de la historia
humana, sino el evento que la transformó desde dentro.
Pensemos en una fuente de agua. ¿Cuáles son sus
características? Sacia y refresca a las criaturas, riega la tierra, las
plantas, hace fértil y vivo lo que de otra forma sería árido. Alivia al
caminante cansado ofreciéndole la alegría de un oasis de frescura. Una fuente
aparece como un don gratuito para la naturaleza, para sus criaturas, para los
seres humanos. Sin agua no se puede vivir.
El Resucitado es la fuente viva que no se seca y no sufre
alteraciones. Permanece siempre pura y preparada para todo el que tenga
sed. Y cuanto más saboreamos el misterio de Dios, más nos atrae, sin quedar
nunca completamente saciados. San Agustín, en el décimo libro de las
Confesiones, capta este anhelo inagotable de nuestro corazón y lo expresa en el
famoso Himno a la Belleza: «Exhalaste tu fragancia y respiré, y ya suspiro
por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y me abrasé en tu
paz» (X, 27, 38).
Jesús, con su Resurrección, nos ha asegurado una
permanente fuente de vida: Él es el Viviente (cfr. Hechos 1,18), el amante de
la vida, el victorioso sobre toda muerte. Por eso es capaz de ofrecernos
alivio en el camino terreno y asegurarnos la quietud perfecta en la eternidad.
Solo Jesús muerto y resucitado responde a las preguntas más profundas de
nuestro corazón: ¿hay realmente un punto de llegada para nosotros? ¿Tiene
sentido nuestra existencia? ¿Y el sufrimiento de tantos inocentes, cómo podrá
ser redimido?
Jesús Resucitado no deja caer una respuesta “desde
arriba”, sino que se hace nuestro compañero en este viaje a menudo cansado,
doloroso, misterioso. Solo Él puede llenar nuestra jarra vacía, cuando la sed
se hace insoportable.
Y Él es también el punto de llegada de nuestro caminar. Sin
su amor, el viaje de la vida se convertiría en un vagar sin meta, un trágico
error con un destino perdido. Somos criaturas frágiles. El error forma parte de
nuestra humanidad, es la herida del pecado que nos hace caer, renunciar,
desesperar. Resurgir significa sin embargo volver a levantarse y ponerse de
pie.
El Resucitado garantiza la llegada, nos conduce a casa, donde somos
esperados, amados, salvados. Hacer el viaje con Él al lado significa
experimentar ser sostenidos a pesar de todo, saciados y fortalecidos en las
pruebas y en las fatigas que, como piedras pesadas, amenazan con bloquear o
desviar nuestra historia.
Queridos, de la Resurrección de Cristo brota la esperanza
que nos hace gustar anticipadamente, no obstante las fatigas de la vida, una
quietud profunda y gozosa: aquella paz que Él solo nos podrá dar al final, sin
fin. Fuente e Imagen: Vatican. Va.