Papa León XIV
4 de octubre 2025
El primer
documento del santo Padre León XIV es maravilloso. Propone la preocupación
fundamental por los pobres, los necesitados, los abandonados, los
despreciados por la sociedad. Reconocer
en los pobres y sufrientes el mismo corazón y rostro de Jesucristo. Es muy
importante volver a insistir en el “Cuidado de la Iglesia con los pobres y por
los pobres”. Una Iglesia desprendida que se preocupa mucho por los pobres. Padre,
Jairo Yate Ramírez. Arquidiócesis de Ibagué.
El documento
magistral va profundizando y orientando el tema de nuestra misión con los
pobres desde la misma Sagrada Escritura, el ejemplo mayor es Jesús de Nazareth,
el magisterio de las Iglesia Católica, los santos y santas que han sido ejemplo
de la pobreza, el desprendimiento y su trabajo apostólico por los pobres. Son 5
capítulos.
EL PRIMER
CAPÍTULO titulado algunas palabras indispensables, nos propone no olvidar que: No
debemos bajar la guardia respecto a la pobreza. Nos preocupan particularmente
las graves condiciones en las que se encuentran muchísimas personas a causa de
la falta de comida y de agua. También «Hay reglas económicas que resultaron
eficaces para el crecimiento, pero no así para el desarrollo humano integral. Aumentó
la riqueza, pero con inequidad, y así lo que ocurre es que “nacen nuevas
pobrezas”.
EL SEGUNDO
CAPÍTULO titulado Dios opta por los pobres. Tomamos conciencia lo que nos
enseña la Palabra de Dios de los sentimientos profundos del creador y el redentor
ante la protección de los débiles y de los que menos tienen, hasta el punto de
poder hablar de una auténtica “debilidad” de Dios para con ellos. «El corazón
de Dios tiene un sitio preferencial para los pobres.
No se puede amar
a Dios sin extender el propio amor a los pobres.
Jesús es la
revelación de este privilegium pauperum. Él se presenta al mundo no sólo
como Mesías pobre sino como Mesías de los pobres y para los pobres.
Jesucristo le
anuncia a la humanidad: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha
consagrado por la unción. Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres»
(Lucas 4,18; cf. Isaías 61,1).
EL CAPÍTULO
TERCERO titulado una Iglesia para los pobres. Palabras profundas y sentidas del
santo Padre, el Papa Francisco a los tres días de su elección exclamaba: “Como
quisiera una Iglesia pobre y para los pobres”.
Desde que la
Iglesia católica inició con los primeros cristianos tenían la conciencia de
servir a aquellos que sufrían de mayores privaciones. (cf. Hechos 6,1-5).
Los Padres de la
Iglesia reconocieron en el pobre un acceso privilegiado a Dios, un modo
especial para encontrarlo. La caridad hacia los necesitados no se entendía como
una simple virtud moral, sino como expresión concreta de la fe en el Verbo
encarnado.
Entre los Padres
orientales, quizá el predicador más ardiente de la justicia social sea san Juan
Crisóstomo, arzobispo de Constantinopla entre los siglos IV y V. En sus
homilías, exhortaba a los fieles a reconocer a Cristo en los necesitados:
«¿Quieres honrar el Cuerpo de Cristo? No permitas que sea despreciado en sus
miembros, es decir, en los pobres
En Occidente, san
Benito de Nursia elaboró una Regla que se convertiría en la columna vertebral
de la espiritualidad monástica europea. En ella, la acogida de los pobres y los
peregrinos ocupa un lugar de honor
San Francisco
de Asís se convirtió en el icono de esta primavera espiritual. Tomando la
pobreza como esposa, quiso imitar al Cristo pobre, desnudo y crucificado. En su Regla, pide a los hermanos que de
«nada se apropien, ni casa, ni lugar, ni cosa alguna
EL CAPÍTULO
CUARTO titulado una historia que continúa. Es el siglo de la doctrina social de
la Iglesia. El Concilio Vaticano II representa una etapa fundamental en el
discernimiento eclesial en relación a los pobres, a la luz de la Revelación.
san Juan XXIII
centró la atención sobre el mismo con palabras inolvidables: «La Iglesia se
presenta como es y como quiere ser, como Iglesia de todos, en particular como
la Iglesia de los pobres».
San Pablo VI, con
ocasión de la apertura de la segunda sesión del Concilio, retomó el tema
planteado por su predecesor respecto a la Iglesia que mira con particular
interés «a los pobres, a los necesitados, a los afligidos, a los hambrientos, a
los enfermos, a los encarcelados
En la
constitución pastoral Gaudium et Spes, actualizando la herencia de los Padres
de la Iglesia el Concilio afirmó con fuerza el destino universal de los bienes
de la tierra y la función social de la propiedad que deriva de ello: «Dios ha
destinado la tierra y cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y
pueblos. En consecuencia, los bienes creados deben llegar a todos
Frente a las
múltiples crisis que han caracterizado el comienzo del tercer milenio, la
lectura de Benedicto XVI se hace más marcadamente política. Así, en la carta
encíclica Caritas in Veritate afirma que «se ama al prójimo tanto más
eficazmente, cuanto más se trabaja por un bien común que responda también a sus
necesidades reales».
Es preciso seguir
denunciando la “dictadura de una economía que mata” y reconocer que
«mientras las ganancias de unos pocos crecen exponencialmente, las de la
mayoría se quedan cada vez más lejos del bienestar de esa minoría feliz
EL CAPÍTULO
QUINTO denominado: Un desafío permanente. El amor a los que son pobres —en
cualquier modo en que se manifieste dicha pobreza— es la garantía evangélica de
una Iglesia fiel al corazón de Dios
La cultura
dominante de los inicios de este milenio instiga a abandonar a los pobres a su
propio destino, a no juzgarlos dignos de atención y mucho menos de aprecio. En
la encíclica Fratelli Tutti el Papa Francisco nos invitaba a reflexionar sobre
la parábola del buen samaritano (cf. Lucas 10,25-37),
Los pobres pueden
ser para nosotros como maestros silenciosos, devolviendo nuestro orgullo y
arrogancia a una justa humildad.
El corazón de la
Iglesia, por su misma naturaleza, es solidario con aquellos que son pobres,
excluidos y marginados, con aquellos que son considerados un “descarte” de la
sociedad. Los pobres están en el centro de la Iglesia.
«La peor
discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual […]. La
opción preferencial por los pobres debe traducirse principalmente en una
atención religiosa privilegiada y prioritaria».
A CONTINUACIÓN
PUEDES LEER
EL DOCUMENTO DEL SANTO PADRE LEÓN XIV.
1. «Te he amado»
(Apocalipsis 3,9), dice el Señor a una comunidad cristiana que, a diferencia de
otras, no tenía ninguna relevancia ni recursos y estaba expuesta a la violencia
y al desprecio: «A pesar de tu debilidad […] obligaré […] a que se postren
delante de ti» (Apocalipsis 3,8-9). Este texto evoca las palabras del cántico
de María: «Derribó a los poderosos de su trono y elevó a los humildes. Colmó de
bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías» (Lucas
1,52-53).
2. La declaración
de amor del Apocalipsis remite al misterio inextinguible que el Papa Francisco
ha profundizado en la encíclica Dilexit nos sobre el amor divino y humano del
Corazón de Cristo. En ella hemos admirado el modo en el que Jesús se identifica
«con los más pequeños de la sociedad» y cómo con su amor, entregado hasta el
final, muestra la dignidad de cada ser humano, sobre todo cuando es «más
débil, miserable y sufriente».
Contemplar el amor de Cristo «nos ayuda a prestar más atención al
sufrimiento y a las carencias de los demás, nos hace fuertes para participar en
su obra de liberación, como instrumentos para la difusión de su amor».
3. Por esta
razón, en continuidad con la encíclica Dilexit nos, el Papa Francisco estaba
preparando, en los últimos meses de su vida, una exhortación apostólica sobre
el cuidado de la Iglesia por los pobres y con los pobres, titulada Dilexi te,
imaginando que Cristo se dirigiera a cada uno de ellos diciendo: no tienes
poder ni fuerza, pero «yo te he amado» (Apocalipsis 3,9). Habiendo recibido
como herencia este proyecto, me alegra hacerlo mío —añadiendo algunas
reflexiones— y proponerlo al comienzo de mi pontificado, compartiendo el deseo
de mi amado predecesor de que todos los cristianos puedan percibir la fuerte
conexión que existe entre el amor de Cristo y su llamada a acercarnos a los
pobres. De hecho, también yo considero necesario insistir sobre este camino de
santificación, porque en el «llamado a reconocerlo en los pobres y
sufrientes se revela el mismo corazón de Cristo, sus sentimientos y
opciones más profundas, con las cuales todo santo intenta configurarse».
ALGUNAS PALABRAS
INDISPENSABLES
4. Los discípulos
de Jesús criticaron a la mujer que le había derramado un perfume muy valioso
sobre su cabeza: «¿Para qué este derroche? —decían— Se hubiera podido vender el
perfume a buen precio para repartir el dinero entre los pobres». Pero el Señor les
dijo: «A los pobres los tendrán siempre con ustedes, pero a mí no me tendrán
siempre» (Mateo 26,8-9.11). Aquella mujer había comprendido que Jesús era
el Mesías humilde y sufriente sobre el que debía derramar su amor. ¡Qué
consuelo ese ungüento sobre aquella cabeza que algunos días después sería
atormentada por las espinas! Era un gesto insignificante, ciertamente, pero
quien sufre sabe cuán importante es un pequeño gesto de afecto y cuánto alivio
puede causar.
Jesús lo
comprende y sanciona su perennidad: «Allí donde se proclame esta Buena Noticia,
en todo el mundo, se contará también en su memoria lo que ella hizo» (Mateo
26,13). La sencillez de este gesto revela algo grande. Ningún gesto de
afecto, ni siquiera el más pequeño, será olvidado, especialmente si está
dirigido a quien vive en el dolor, en la soledad o en la necesidad, como se
encontraba el Señor en aquel momento.
5. Y es
precisamente en esta perspectiva que el afecto por el Señor se une al afecto
por los pobres. Aquel Jesús que dice: «A los pobres los tendrán siempre con
ustedes» (Mateo 26,11) expresa el mismo concepto que cuando promete a los
discípulos: «Yo estaré siempre con ustedes» (Mt 28,20). Y al mismo tiempo nos
vienen a la mente aquellas palabras del Señor: «Cada vez que lo hicieron con el
más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo» (Mateo 25,40). No estamos
en el horizonte de la beneficencia, sino de la Revelación; el contacto con
quien no tiene poder ni grandeza es un modo fundamental de encuentro con el
Señor de la historia. En los pobres Él sigue teniendo algo que decirnos.
San Francisco
6. El Papa
Francisco, recordando la elección de su nombre, contó que, después de haber
sido elegido, un cardenal amigo lo abrazó, lo besó y le dijo: «¡No te olvides
de los pobres!». Se trata de la misma
recomendación hecha a san Pablo por las autoridades de la Iglesia cuando subió
a Jerusalén para confirmar su misión (cf. Gálatas 2,1-10). Años más tarde, el
Apóstol pudo afirmar que fue esto lo que siempre había tratado de hacer (cf. v.
10). Y fue también la opción de san Francisco de Asís: en el leproso fue Cristo
mismo quien lo abrazó, cambiándole la vida. La figura luminosa del Poverello
nunca dejará de inspirarnos.
7. Fue él, hace
ocho siglos, quien provocó un renacimiento evangélico entre los cristianos y en
la sociedad de su tiempo. Al joven Francisco, antes rico y arrogante, le
impactó encontrarse con la realidad de los marginados. El impulso que provocó
no cesa de movilizar el ánimo de los creyentes y de muchos no creyentes, y «ha
cambiado la historia». El mismo Concilio Vaticano II, según las palabras de san
Pablo VI, se encuentra en este camino: «la antigua historia del buen samaritano
ha sido el paradigma de la espiritualidad del Concilio». Estoy convencido de que la opción
preferencial por los pobres genera una renovación extraordinaria tanto en la
Iglesia como en la sociedad, cuando somos capaces de liberarnos de la
autorreferencialidad y conseguimos escuchar su grito.
El grito de los
pobres
8. A este
respecto, hay un texto de la Sagrada Escritura al que siempre es necesario
volver. Se trata de la revelación de Dios a Moisés junto a la zarza ardiente:
«Yo he visto la opresión de mi pueblo, que está en Egipto, y he oído los gritos
de dolor, provocados por sus capataces. Sí, conozco muy bien sus sufrimientos.
Por eso he bajado a librarlo […]. Ahora ve, yo te envío» (Éxodo 3,7-8.10). Dios
se muestra solícito hacia la necesidad de los pobres: «clamaron al Señor, y él
hizo surgir un salvador» (Jueces 3,15). Por eso, escuchando el grito del
pobre, estamos llamados a identificarnos con el corazón de Dios, que es
premuroso con las necesidades de sus hijos y especialmente de los más
necesitados. Permaneciendo, por el contrario, indiferentes a este grito, el
pobre apelaría al Señor contra nosotros y seríamos culpables de un pecado (cf.
Deuteronomio 15,9), alejándonos del corazón mismo de Dios.
9. La condición
de los pobres representa un grito que, en la historia de la humanidad,
interpela constantemente nuestra vida, nuestras sociedades, los sistemas
políticos y económicos, y especialmente a la Iglesia. En el rostro herido de
los pobres encontramos impreso el sufrimiento de los inocentes y, por tanto, el
mismo sufrimiento de Cristo. Al mismo tiempo, deberíamos hablar quizás más
correctamente de los numerosos rostros de los pobres y de la pobreza, porque
se trata de un fenómeno variado; en efecto, existen muchas formas de
pobreza: aquella de los que no tienen medios de sustento material, la pobreza
del que está marginado socialmente y no tiene instrumentos para dar voz a su
dignidad y a sus capacidades, la pobreza moral y espiritual, la pobreza
cultural, la del que se encuentra en una condición de debilidad o
fragilidad personal o social, la pobreza del que no tiene derechos, ni espacio,
ni libertad.
10. En este
sentido, se puede decir que el compromiso en favor de los pobres y con el fin
de remover las causas sociales y estructurales de la pobreza, aun siendo
importante en los últimos decenios, sigue siendo insuficiente. Esto también
porque vivimos en una sociedad que a menudo privilegia algunos criterios de
orientación de la existencia y de la política marcados por numerosas
desigualdades y, por tanto, a las viejas pobrezas de las que hemos tomado
conciencia y que se intenta contrastar, se agregan otras nuevas, en ocasiones
más sutiles y peligrosas. Desde este punto de vista, es encomiable el hecho de
que las Naciones Unidas hayan puesto la erradicación de la pobreza como uno de
los objetivos del Milenio.
11. Al compromiso
concreto por los pobres también es necesario asociar un cambio de mentalidad
que pueda incidir en la transformación cultural. En efecto, la ilusión de una
felicidad que deriva de una vida acomodada mueve a muchas personas a tener una
visión de la existencia basada en la acumulación de la riqueza y del éxito
social a toda costa, que se ha de conseguir también en detrimento de los demás
y beneficiándose de ideales sociales y sistemas políticos y económicos
injustos, que favorecen a los más fuertes.
De ese modo, en
un mundo donde los pobres son cada vez más numerosos, paradójicamente, también
vemos crecer algunas élites de ricos, que viven en una burbuja muy confortable
y lujosa, casi en otro mundo respecto a la gente común. Eso significa que
todavía persiste —a veces bien enmascarada— una cultura que descarta a los
demás sin advertirlo siquiera y tolera con indiferencia que millones de
personas mueran de hambre o sobrevivan en condiciones indignas del ser humano.
Hace algunos años, la foto de un niño tendido sin vida en una playa del
Mediterráneo provocó un gran impacto y, lamentablemente, aparte de alguna
emoción momentánea, hechos similares se están volviendo cada vez más
irrelevantes, reduciéndose a noticias marginales.
12. No debemos
bajar la guardia respecto a la pobreza. Nos preocupan particularmente las
graves condiciones en las que se encuentran muchísimas personas a causa de la
falta de comida y de agua. Cada día mueren varios miles de personas por
causas vinculadas a la malnutrición. En los países ricos las cifras relativas
al número de pobres tampoco son menos preocupantes. En Europa hay cada vez más
familias que no logran llegar a fin de mes. En general, se percibe que han
aumentado las distintas manifestaciones de la pobreza. Esta ya no se
configura como una única condición homogénea, más bien se traduce en múltiples
formas de empobrecimiento económico y social, reflejando el fenómeno de las
crecientes desigualdades también en contextos generalmente acomodados.
Recordemos que «doblemente pobres son las
mujeres que sufren situaciones de exclusión, maltrato y violencia, porque
frecuentemente se encuentran con menores posibilidades de defender sus
derechos. Sin embargo, también entre ellas encontramos constantemente los más
admirables gestos de heroísmo cotidiano en la defensa y el cuidado de la
fragilidad de sus familias». Si bien en
algunos países se observan cambios importantes, «la organización de las
sociedades en todo el mundo todavía está lejos de reflejar con claridad que las
mujeres tienen exactamente la misma dignidad e idénticos derechos que los
varones. Se afirma algo con las palabras, pero las decisiones y la realidad
gritan otro mensaje», sobre todo si pensamos en las mujeres más pobres.
Prejuicios
ideológicos
13. Más allá de
los datos —que a veces son “interpretados” en modo tal de convencernos que la
situación de los pobres no es tan grave—, la realidad general es bastante
clara: «Hay reglas económicas que resultaron eficaces para el crecimiento, pero
no así para el desarrollo humano integral. Aumentó la riqueza, pero con
inequidad, y así lo que ocurre es que “nacen nuevas pobrezas”. Cuando dicen
que el mundo moderno redujo la pobreza, lo hacen midiéndola con criterios de
otras épocas no comparables con la realidad actual. Porque en otros tiempos,
por ejemplo, no tener acceso a la energía eléctrica no era considerado un signo
de pobreza ni generaba angustia. La pobreza siempre se analiza y se entiende en
el contexto de las posibilidades reales de un momento histórico concreto».
Sin embargo, más allá de las situaciones
específicas y contextuales, en un documento de la Comunidad Europea, en 1984,
se afirmaba que «se entiende por personas pobres los individuos, las familias y
los grupos de personas cuyos recursos (materiales, culturales y sociales) son
tan escasos que no tienen acceso a las condiciones de vida mínimas aceptables
en el Estado miembro en que viven». Pero
si reconocemos que todos los seres humanos tienen la misma dignidad,
independientemente del lugar de nacimiento, no se deben ignorar las grandes
diferencias que existen entre los países y las regiones.
14. Los pobres
no están por casualidad o por un ciego y amargo destino. Menos aún la pobreza,
para la mayor parte de ellos, es una elección. Y, sin embargo, todavía hay
algunos que se atreven a afirmarlo, mostrando ceguera y crueldad. Obviamente
entre los pobres hay también quien no quiere trabajar, quizás porque sus
antepasados, que han trabajado toda la vida, han muerto pobres. Pero hay muchos
—hombres y mujeres— que de todas maneras trabajan desde la mañana hasta la
noche, a veces recogiendo cartones o haciendo otras actividades de ese tipo,
aunque este esfuerzo sólo les sirva para sobrevivir y nunca para mejorar
verdaderamente su vida. No podemos decir que la mayor parte de los pobres lo
son porque no hayan obtenido “méritos”, según esa falsa visión de la
meritocracia en la que parecería que sólo tienen méritos aquellos que han
tenido éxito en la vida.
15. También los
cristianos, en muchas ocasiones, se dejan contagiar por actitudes marcadas por
ideologías mundanas o por posicionamientos políticos y económicos que llevan a
injustas generalizaciones y a conclusiones engañosas. El hecho de que el
ejercicio de la caridad resulte despreciado o ridiculizado, como si se tratase
de la fijación de algunos y no del núcleo incandescente de la misión eclesial,
me hace pensar que siempre es necesario volver a leer el Evangelio, para no
correr el riesgo de sustituirlo con la mentalidad mundana. No es posible
olvidar a los pobres si no queremos salir fuera de la corriente viva de la
Iglesia que brota del Evangelio y fecunda todo momento histórico.
DIOS OPTA POR LOS
POBRES
La opción por los
pobres
16. Dios es amor
misericordioso y su proyecto de amor, que se extiende y se realiza en la
historia, es ante todo su descenso y su venida entre nosotros para
liberarnos de la esclavitud, de los miedos, del pecado y del poder de la muerte.
Con una mirada misericordiosa y el corazón lleno de amor, Él se dirigió a sus
criaturas, haciéndose cargo de su condición humana y, por tanto, de su pobreza.
Precisamente para compartir los límites y las fragilidades de nuestra
naturaleza humana, Él mismo se hizo pobre, nació en carne como nosotros, lo
hemos conocido en la pequeñez de un niño colocado en un pesebre y en la extrema
humillación de la cruz, allí compartió nuestra pobreza radical, que es la
muerte.
Se comprende
bien, entonces, por qué se puede hablar también teológicamente de una opción
preferencial de Dios por los pobres, una expresión nacida en el contexto del
continente latinoamericano y en particular en la Asamblea de Puebla, pero que
ha sido bien integrada en el magisterio de la Iglesia sucesivo. Esta
“preferencia” no indica nunca un exclusivismo o una discriminación hacia otros
grupos, que en Dios serían imposibles; esta desea subrayar la acción de Dios
que se compadece ante la pobreza y la debilidad de toda la humanidad y,
queriendo inaugurar un Reino de justicia, fraternidad y solidaridad, se
preocupa particularmente de aquellos que son discriminados y oprimidos,
pidiéndonos también a nosotros, su Iglesia, una opción firme y radical en favor
de los más débiles.
17. Se comprenden
en esta perspectiva las numerosas páginas del Antiguo Testamento en las que
Dios es presentado como amigo y liberador de los pobres, Aquel que escucha el
grito del pobre e interviene para liberarlo (cf. Salmo 34,7). Dios, refugio del
pobre, por medio de los profetas —recordemos en particular a Amós e Isaías—
denuncia las iniquidades en perjuicio de los más débiles y dirige a Israel la
exhortación a renovar también el culto desde dentro, porque no se puede rezar
ni ofrecer sacrificios mientras se oprime a los más débiles y a los más pobres.
Desde el comienzo, la Escritura manifiesta con mucha intensidad el amor de
Dios a través de la protección de los débiles y de los que menos tienen,
hasta el punto de poder hablar de una auténtica “debilidad” de Dios para con
ellos. «El corazón de Dios tiene un sitio preferencial para los pobres […].
Todo el camino de nuestra redención está signado por los pobres».
Jesús, Mesías
pobre
18. Toda la
historia veterotestamentaria de la predilección de Dios por los pobres y el
deseo divino de escuchar su grito —que he evocado brevemente— encuentra en
Jesús de Nazaret su plena realización.
En su encarnación, Él «se anonadó a sí mismo, tomando la condición de
servidor y haciéndose semejante a los hombres. Y presentándose con aspecto
humano» (Filipenses 2,7), de esa forma nos trajo la salvación. Se trata de una
pobreza radical, fundada sobre su misión de revelar el verdadero rostro del
amor divino (cf. Juan 1,18; 1 Juan 4,9). Por tanto, con una de sus admirables
síntesis, san Pablo puede afirmar: «Ya conocen la generosidad de nuestro Señor
Jesucristo que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, a fin de enriquecernos
con su pobreza» (2 Corintios 8,9).
19. En efecto, el
Evangelio muestra que esta pobreza incidió en cada aspecto de su vida. Desde
su llegada al mundo, Jesús experimentó las dificultades relativas al rechazo.
El evangelista Lucas, narrando la llegada a Belén de José y María, ya próxima a
dar a luz, observa con amargura: «No había lugar para ellos en el albergue» (Lucas
2,7). Jesús nació en condiciones humildes; recién nacido fue colocado en un
pesebre y, muy pronto, para salvarlo de la muerte, sus padres huyeron a Egipto
(cf. Mateo 2,13-15).
Al inicio de
la vida pública, fue expulsado de Nazaret después de haber anunciado que en Él
se cumple el año de gracia del que se alegran los pobres (cf. Lucas 4,14-30). No hubo un lugar
acogedor ni siquiera a la hora de su muerte, ya que lo condujeron fuera de
Jerusalén para crucificarlo (cf. Mc 15,22). En esta condición se puede resumir
claramente la pobreza de Jesús. Se trata de la misma exclusión que caracteriza
la definición de los pobres: ellos son los excluidos de la sociedad. Jesús es
la revelación de este privilegium pauperum. Él se presenta al mundo no sólo
como Mesías pobre sino como Mesías de los pobres y para los pobres.
20. Hay algunos
indicios a propósito de la condición social de Jesús. En primer lugar, Él
realizaba el oficio de artesano o carpintero, téktōn (cf. Marcos 6,3). Se trata
de una categoría de personas que vivían de su trabajo manual. Además, al no
poseer tierras, eran considerados inferiores respecto a los campesinos. Cuando
el pequeño Jesús fue presentado en el Templo por José y María, sus progenitores
ofrecieron una pareja de tórtolas o de pichones (cf. Lucas 2,22-24), que según
las prescripciones del libro del Levítico (cf. 12,8) era la ofrenda de los
pobres.
Un episodio
evangélico significativo es el que relata cómo Jesús, junto con sus discípulos,
arrancaban espigas para comer mientras atravesaban los campos (cf. Marcos
2,23-28), y esto —espigar los sembrados— sólo le era permitido a los pobres.
Jesús mismo, luego, dice de sí: «Los zorros tienen sus cuevas y las aves del
cielo sus nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Mateo
8,20; Lucas 9,58). Él, en efecto, es un maestro itinerante, cuya pobreza y
precariedad es signo de su vínculo con el Padre y es lo que se le pide también
a quien quiere seguirlo en el camino del discipulado, precisamente para que
la renuncia a los bienes, a las riquezas y a las seguridades de este mundo sean
signo visible de la confianza en Dios y en su providencia.
21. Al comienzo
de su ministerio público, Jesús se presenta en la sinagoga de Nazaret leyendo
el libro del profeta Isaías y aplicándose a sí mismo la palabra del profeta:
«El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. Él
me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres» (Lucas 4,18; cf. Isaías
61,1). Él, por tanto, se presenta como Aquel que viene a manifestar en el hoy
de la historia la cercanía amorosa de Dios, que es ante todo obra de liberación
para quienes son prisioneros del mal, para los débiles y los pobres. Los
signos que acompañan la predicación de Jesús son manifestación del amor y de la
compasión con la que Dios mira a los enfermos, a los pobres y a los
pecadores que, en virtud de su condición, eran marginados por la sociedad, pero
también por la religión.
Él abre los ojos
a los ciegos, cura a los leprosos, resucita a los muertos y anuncia la buena
noticia a los pobres; Dios se acerca, Dios los ama (cf. Lucas 7,22). Esto
explica por qué Él proclama: «¡Felices ustedes, los pobres, porque el Reino de
Dios les pertenece!» (Lucas 6,20). En efecto, Dios muestra predilección hacia
los pobres, a ellos se dirige la palabra de esperanza y de liberación del Señor
y, por eso, aun en la condición de pobreza o debilidad, ya ninguno debe
sentirse abandonado. Y la Iglesia, si quiere ser de Cristo, debe ser la Iglesia
de las Bienaventuranzas, una Iglesia que hace espacio a los pequeños y
camina pobre con los pobres, un lugar en el que los pobres tienen un sitio
privilegiado (cf. Santiago 2,2-4).
22. Los
indigentes y enfermos, incapaces de procurarse lo necesario para vivir, se
encontraban muchas veces obligados a la mendicidad. A esto se añadía el peso de
la vergüenza social, alimentado por la convicción de que la enfermedad y la
pobreza estuvieran vinculadas a algún pecado personal. Jesús se opuso con
firmeza a ese modo de pensar, afirmando que Dios «hace salir el sol sobre malos
y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos» (Mateo 5,45). Es
más, dio un vuelco completo a esa concepción, como queda bien ejemplificado en
la parábola del rico epulón y del pobre Lázaro: «Hijo mío, […] recuerda que has
recibido tus bienes en vida y Lázaro, en cambio, recibió males; ahora él
encuentra aquí su consuelo, y tú, el tormento» (Lucas 16,25).
23. Entonces es
claro que «de nuestra fe en Cristo hecho pobre, y siempre cercano a los
pobres y excluidos, brota la preocupación por el desarrollo integral de los más
abandonados de la sociedad». Muchas
veces me pregunto por qué, aun cuando las Sagradas Escrituras son tan precisas
a propósito de los pobres, muchos continúan pensando que pueden excluir a los
pobres de sus atenciones. Por el momento, sigamos aún en el ámbito bíblico e
intentando reflexionar sobre nuestra relación con los últimos de la sociedad y
su lugar fundamental en el pueblo de Dios.
La misericordia
hacia los pobres en la Biblia
24. El apóstol
Juan escribe: «¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a su
hermano, a quien ve?» (1 Juan 4,20). Del mismo modo, en su réplica al doctor de
la ley, Jesús retoma los dos antiguos mandamientos: «Amarás al Señor, tu Dios,
con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Deuteronomio
6,5) y «amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Levítico 19,18) fundiéndolos en
un único mandamiento. El evangelista Marcos recoge la respuesta de Jesús en
estos términos: «El primero es: Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el
único Señor; y tú amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu
alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a
tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento más grande que estos»
(Mc 12,29-31).
25. El pasaje
citado del Levítico exhorta a honrar al conciudadano, mientras en otros textos
se encuentra una enseñanza que también invita al respeto —por no decir incluso
al amor— del enemigo: «Si encuentras perdido el buey o el asno de tu enemigo,
se los llevarás inmediatamente. Si ves al asno del que te aborrece, caído bajo
el peso de su carga, no lo dejarás abandonado; más aún, acudirás a auxiliarlo
junto con su dueño» (Éxodo 23,4-5). De todo esto se trasluce el valor
intrínseco del respeto a la persona: cualquiera, incluso el enemigo, si se
encuentra en dificultad, merece siempre nuestra ayuda.
26. Es
innegable que el primado de Dios en la enseñanza de Jesús va acompañado de otro
punto fijo: no se puede amar a Dios sin extender el propio amor a los pobres.
El amor al prójimo representa la prueba tangible de la autenticidad del amor a
Dios, como asevera el apóstol Juan: «Nadie ha visto nunca a Dios: si nos amamos
los unos a los otros, Dios permanece en nosotros y el amor de Dios ha llegado a
su plenitud en nosotros. […] Dios es amor, y el que permanece en el amor
permanece en Dios, y Dios permanece en él» (1 Juan 4,12.16). Son dos amores
distintos, pero inseparables. Incluso en los casos en los que la relación con
Dios no es explícita, el Señor mismo nos enseña que todo acto de amor hacia
el prójimo es de algún modo un reflejo de la caridad divina: «Les aseguro
que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron
conmigo» (Mateo 25,40).
27. Por esta
razón se recomiendan las obras de misericordia, como signo de la
autenticidad del culto que, mientras alaba a Dios, tiene la tarea de
disponernos a la transformación que el Espíritu puede realizar en nosotros,
para que seamos todos imagen de Cristo y de su misericordia hacia los más
débiles. En este sentido, la relación con el Señor, que se expresa en el culto,
pretende también liberarnos del riesgo de vivir nuestras relaciones en la
lógica del cálculo y del interés, para abrirnos a la gratuidad que circula
entre aquellos que se aman y que, por eso, ponen todo en común. A este
respecto, Jesús aconseja: «Cuando des un almuerzo o una cena, no invites a tus
amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos, no sea
que ellos te inviten a su vez, y así tengas tu recompensa. Al contrario, cuando
des un banquete, invita a los pobres, a los lisiados, a los paralíticos, a los
ciegos. ¡Feliz de ti, porque ellos no tienen cómo retribuirte!» (Lucas
14,12-14).
28. La llamada
del Señor a la misericordia para con los pobres ha encontrado una expresión
plena en la gran parábola del juicio final (cf. Mateo 25,31-46), que es también
una descripción gráfica de la bienaventuranza de los misericordiosos. Allí el
Señor nos ofrece la clave para alcanzar nuestra plenitud, porque «si buscamos
esa santidad que agrada a los ojos de Dios, en este texto hallamos precisamente
un protocolo sobre el cual seremos juzgados».
Las palabras fuertes y claras del Evangelio deberían ser vividas «sin
comentario, sin elucubraciones y excusas que les quiten fuerza. El Señor nos
dejó bien claro que la santidad no puede entenderse ni vivirse al margen de
estas exigencias suyas».
29. En la primera
comunidad cristiana el programa de caridad no derivaba de análisis o de
proyectos, sino directamente del ejemplo de Jesús, de las mismas palabras del
Evangelio. La Carta de Santiago dedica mucho espacio al problema de la relación
entre ricos y pobres, lanzando a los creyentes dos enérgicos llamados que
cuestionan su fe: «¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene
fe, si no tiene obras? ¿Acaso esa fe puede salvarlo? ¿De qué sirve si uno
de ustedes, al ver a un hermano o una hermana desnudos o sin el alimento
necesario, les dice: “Vayan en paz, caliéntense y coman”, y no les da lo que
necesitan para su cuerpo? Lo mismo pasa con la fe: si no va acompañada de las
obras, está completamente muerta» (Santiago 2,14-17).
30. «Su oro y su
plata se han herrumbrado, y esa herrumbre dará testimonio contra ustedes y
devorará sus cuerpos como un fuego. ¡Ustedes han amontonado riquezas, ahora que
es el tiempo final! Sepan que el salario que han retenido a los que trabajaron
en sus campos está clamando, y el clamor de los cosechadores ha llegado a los
oídos del Señor del universo. Ustedes llevaron en este mundo una vida de lujo y
de placer, y se han cebado a sí mismos para el día de la matanza» (Santiago
5,3-5). ¡Qué fuerza tienen estas palabras, aunque prefiramos hacernos los
sordos! En la Primera Carta de san Juan encontramos una exhortación parecida:
«Si alguien vive en la abundancia, y viendo a su hermano en la necesidad, le
cierra su corazón, ¿cómo permanecerá en él el amor de Dios?» (1 Juan 3,17).
31. Lo que dice
la Palabra revelada «es un mensaje tan claro, tan directo, tan simple y
elocuente, que ninguna hermenéutica eclesial tiene derecho a relativizarlo. La
reflexión de la Iglesia sobre estos textos no debería oscurecer o debilitar su
sentido exhortativo, sino más bien ayudar a asumirlos con valentía y fervor.
¿Para qué complicar lo que es tan simple? Los aparatos conceptuales están para
favorecer el contacto con la realidad que pretenden explicar, y no para
alejarnos de ella».
32. Por otra
parte, un claro ejemplo eclesial de compartir los bienes y asistir a los pobres
lo encontramos en la vida cotidiana y en el estilo de la primera comunidad
cristiana. Podemos recordar en particular el modo en el que fue resuelta la
cuestión de la distribución cotidiana de ayuda a las viudas (cf. Hechos 6,1-6).
Se trataba de un problema difícil de resolver, porque algunas de estas viudas,
que provenían de otros países, eran desatendidas por ser extranjeras.
De hecho,
el episodio relatado por los Hechos de los Apóstoles pone de manifiesto un
cierto descontento por parte de los helenistas, que eran judíos de cultura
griega. Los apóstoles no responden con un discurso doctrinal abstracto, sino
que, volviendo a poner en el centro la caridad hacia todos, reorganizan la
asistencia a las viudas pidiendo a la comunidad que busquen personas sabias y
estimadas a quienes confiar el servicio de las mesas, mientras ellos se
ocupaban de la predicación de la Palabra.
33. Cuando Pablo
fue a Jerusalén a consultar a los apóstoles para asegurarse de «que no corría o
no había corrido en vano» (Gálatas 2,2), le pidieron que no se olvidase de los
pobres (cf. Ga 2,10). Por esta razón, organizó varias colectas para ayudar a
las comunidades necesitadas. Entre las motivaciones que ofrece para este gesto
se debe resaltar la siguiente: «Dios ama al que da con alegría» (2 Corintios
9,7). A aquellos entre nosotros que somos poco propensos a gestos gratuitos,
sin ningún interés, la Palabra de Dios nos indica que la generosidad para con
los pobres es un verdadero bien para quien la practica; de hecho, comportándonos
así, somos amados por Dios de modo especial.
En efecto, las
promesas bíblicas dirigidas a quien da con generosidad son muchas: «El que
se apiada del pobre presta al Señor, y él le devolverá el bien que hizo»
(Proverbios 19,17). «Den, y se les dará. […] Porque la medida con que ustedes
midan también se usará para ustedes» (Lucas 6,38). «Entonces despuntará tu luz
como la aurora y tu llaga no tardará en cicatrizar» (Isaías 58,8). Los primeros
cristianos estaban convencidos de ello.
34. La vida de
las primeras comunidades eclesiales, narrada en el canon bíblico y que ha
llegado a nosotros como Palabra revelada, se nos ofrece como ejemplo a imitar y
como testimonio de la fe que obra por medio de la caridad, y que continúa como
exhortación permanente para las generaciones venideras. A lo largo de los
siglos, estas páginas han interpelado los corazones de los cristianos a amar y
a realizar obras de caridad, como semillas fecundas que no cesan de producir
fruto.
UNA IGLESIA PARA
LOS POBRES
35. Tres días
después de su elección, mi predecesor expresó a los representantes de los
medios de comunicación su deseo de que la Iglesia mostrara más claramente su
cuidado y atención hacia los pobres: «¡Ah, cómo quisiera una Iglesia pobre y
para los pobres!».
36. Este deseo
refleja la conciencia de que la Iglesia «reconoce en los pobres y en los que
sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza en remediar sus
necesidades y procura servir en ellos a Cristo». En efecto, habiendo sido llamada a
configurarse con los últimos, en ella «no deben quedar dudas ni caben
explicaciones que debiliten este mensaje tan claro [...]. Hay que decir sin
vueltas que existe un vínculo inseparable entre nuestra fe y los pobres».
A este respecto, tenemos abundantes testimonios a lo largo de los casi dos mil
años de historia de los discípulos de Jesús.
La verdadera
riqueza de la Iglesia
37. San Pablo
refiere que entre los fieles de la naciente comunidad cristiana no había
«muchos sabios, ni muchos poderosos, ni muchos nobles» (1 Corintios 1,26). Sin
embargo, a pesar de su propia pobreza, los primeros cristianos tienen clara
conciencia de la necesidad de acudir a aquellos que sufren mayores privaciones.
Ya en los albores del cristianismo los apóstoles impusieron las manos sobre
siete hombres elegidos por la comunidad y, en cierta medida, los integraron en
su propio ministerio, instituyéndolos para el servicio —en griego, diakonía— de
los más pobres (cf. Hechos 6,1-5). Es significativo que el primer discípulo en
dar testimonio de su fe en Cristo con el derramamiento de su propia sangre
fuera san Esteban, que formaba parte de este grupo. En él se unen el testimonio
de vida en la atención a los necesitados y el martirio.
38. Poco más de
dos siglos después, otro diácono manifestará su adhesión a Jesucristo en modo
semejante, uniendo en su vida el servicio a los pobres y el martirio: san
Lorenzo. Del relato de san Ambrosio
comprendemos que Lorenzo, diácono en Roma en el pontificado del Papa Sixto II,
al ser obligado por las autoridades romanas a entregar los tesoros de la
Iglesia, «al día siguiente trajo consigo a los pobres. Cuando le preguntaron
dónde estaban los tesoros que había prometido, les mostró a los pobres,
diciendo: “Estos son los tesoros de la Iglesia”».
Al narrar este episodio, Ambrosio pregunta:
«¿Qué mejores tesoros tendría Cristo que aquellos en los que él mismo dijo que
estaba?». Y, recordando que los ministros de la Iglesia nunca deben descuidar
el cuidado de los pobres y, menos aún, acumular bienes en beneficio propio,
afirma: «Es necesario que cada uno de nosotros cumpla con esta obligación
con fe sincera y providencia perspicaz. Sin duda, si alguien desvía algo
para su propio beneficio, eso es un delito; pero si lo da a los pobres, si
rescata al cautivo, eso es misericordia».
Los Padres de la
Iglesia y los pobres
39. Desde los
primeros siglos, los Padres de la Iglesia reconocieron en el pobre un acceso
privilegiado a Dios, un modo especial para encontrarlo. La caridad hacia
los necesitados no se entendía como una simple virtud moral, sino como
expresión concreta de la fe en el Verbo encarnado. La comunidad de fieles,
sostenida por la fuerza del Espíritu Santo, se encuentra arraigada en la
cercanía a los pobres, que en ella no son un apéndice, sino parte esencial de
su cuerpo vivo. San Ignacio de Antioquía, por ejemplo, camino del martirio,
exhortaba a los fieles de la comunidad de Esmirna a no descuidar el deber de la
caridad para con los más necesitados, advirtiéndoles que no procedieran como
los que se oponían a Dios: «Considerad a los que tienen una opinión diferente
sobre la gracia de Jesucristo, que vino a nosotros: ¡cómo se oponen al
pensamiento de Dios! No se preocupan por el amor, ni por la viuda, ni por el
huérfano, ni por el oprimido, ni por el prisionero o el liberto, ni por el
hambriento o el sediento».
El obispo de Esmirna, Policarpo, recomendaba
precisamente a los ministros de la Iglesia que cuidaran de los pobres: «Los
presbíteros también sean compasivos, misericordiosos con todos. Traigan de
vuelta a los descarriados, visiten a todos los enfermos, no descuiden a la
viuda, al huérfano y al pobre, sino que sean siempre solícitos en el bien
ante Dios y los hombres». A partir de
estos dos testimonios, constatamos que la Iglesia aparece como madre de los
pobres, lugar de acogida y de justicia.
40. San Justino,
por su parte, en su primera Apología, dirigida al emperador Adriano, al Senado
y al pueblo romano, explicaba que los cristianos llevaban a los necesitados
todo lo que podían, porque veían en ellos hermanos y hermanas en Cristo. Al
escribir sobre la asamblea de oración del primer día de la semana, destacaba
que, en el centro de la liturgia cristiana, no se puede separar el culto a Dios
de la atención a los pobres. En efecto, en un momento determinado de la
celebración, «los que tienen algo y quieren, cada uno según su libre voluntad,
dan lo que les parece bien, y lo que se ha recogido se entrega al presidente.
Él lo distribuye
a los huérfanos y viudas, a los que por enfermedad u otra causa están
necesitados, a los que están en las cárceles, a los extranjeros de paso, en una
palabra, se convierte en el proveedor de todos los que se encuentran
indigentes». Así, se da testimonio de
que la Iglesia naciente no separaba el creer de la acción social: la fe que
no iba acompañada del testimonio de las obras, como había enseñado
Santiago, se consideraba muerta (cf. Santiago 2,17).
San Juan
Crisóstomo
41. Entre los Padres orientales, quizá el predicador más
ardiente de la justicia social sea san Juan Crisóstomo, arzobispo de
Constantinopla entre los siglos IV y V. En sus homilías, exhortaba a los
fieles a reconocer a Cristo en los necesitados: «¿Quieres honrar el Cuerpo de
Cristo? No permitas que sea despreciado en sus miembros, es decir, en los
pobres que no tienen qué vestir, ni lo honres aquí en el templo con
vestiduras de seda, mientras fuera lo abandonas al frío y a la desnudez [...].
En el templo, el Cuerpo de Cristo no necesita mantos, sino almas puras; pero en
la persona de los pobres, Él necesita todo nuestro cuidado. Aprendamos, pues, a
reflexionar y a honrar a Cristo como Él quiere. Cuando queremos honrar a
alguien, debemos prestarle el honor que él prefiere y no el que más nos gusta
[...].
Así también tú debes prestarle el honor que Él
mismo ha ordenado, distribuyendo tus riquezas entre los pobres. Dios no
necesita vasos de oro, sino almas de oro».
Afirmando con claridad meridiana que si los fieles no encuentran a
Cristo en los pobres a su puerta, tampoco lo encontrarán en el altar, continúa:
«¿De qué serviría, al fin y al cabo, adornar la mesa de Cristo con vasos de
oro, si Él muere de hambre en la persona de los pobres? Primero da de comer al
que tiene hambre y luego adorna su mesa con lo que sobra». Entendía la Eucaristía, por tanto, también
como una expresión sacramental de la caridad y la justicia que la precedían, la
acompañaban y debían darle continuidad en el amor y la atención a los pobres.
42. Así pues, la
caridad no es una vía opcional, sino el criterio del verdadero culto.
Crisóstomo denunciaba con vehemencia el lujo exacerbado, que convivía con la
indiferencia hacia los pobres. La atención que se les debe prestar, más que
una mera exigencia social, es una condición para la salvación, lo que atribuye
a la riqueza injusta un peso de condena: «Hace mucho frío y el pobre yace
en harapos, moribundo y helado, castañeteando los dientes, con un aspecto y un
atuendo que deberían conmoverte. Tú, sin embargo, calentito y ebrio, pasas de
largo. ¿Y cómo quieres que Dios te libre de la infelicidad? [...] A menudo
adornas con muchas vestiduras variadas y doradas un cadáver insensible, que ya
no percibe el honor. Sin embargo, desprecias a aquel que siente dolor, que está
desgarrado, torturado, atormentado por el hambre y el frío, y te preocupa más
la vanagloria que el temor de Dios».
Este profundo sentido de la justicia social le lleva a afirmar que «no
dar a los pobres es robarles, es defraudarles la vida, porque lo que poseemos
les pertenece».
San Agustín
43. Agustín tuvo
como maestro espiritual a san Ambrosio, que insistía en la exigencia ética de
compartir los bienes: «Lo que das al pobre no es tuyo, es suyo. Porque
te has apropiado de lo que fue dado para uso común». Para el obispo de Milán, la limosna es
justicia restaurada, no un gesto paternalista. En sus sermones, la misericordia
adquiere un carácter profético: denuncia las estructuras de acumulación y
reafirma la comunión como vocación eclesial.
44. Formado en
esta tradición, el santo obispo de Hipona enseñó a su vez el amor preferencial
por los pobres. Pastor vigilante y teólogo de rara clarividencia, comprendió
que la verdadera comunión eclesial se expresa también en la comunión de los
bienes. En sus Comentarios a los Salmos, recuerda que los verdaderos
cristianos no dejan de lado el amor a los más necesitados: «Atended a
vuestros hermanos, si necesitan algo; dad, si Cristo está en vosotros, incluso
a los extranjeros». Este compartir los
bienes brota, por tanto, de la caridad teologal y tiene como fin último el amor
a Cristo. Para Agustín, el pobre no es sólo alguien a quien se ayuda, sino la
presencia sacramental del Señor.
45. El Doctor de
la Gracia veía en el cuidado a los pobres una prueba concreta de la sinceridad
de la fe. Quien dice amar a Dios y no se compadece de los necesitados,
miente (cf. 1 Juan 4,20). Al comentar el encuentro de Jesús con el joven
rico y el «tesoro en el cielo» que está reservado a quienes dan sus bienes a
los pobres (cf. Mateo 19,21), Agustín pone en boca del Señor las siguientes
palabras: «Recibí tierra y daré el cielo. Recibí cosas temporales y daré a
cambio bienes eternos. Recibí pan, daré la vida. […] He recibido alojamiento y
daré una casa. He sido visitado en la enfermedad y daré salud. Fui visitado en
la cárcel y daré libertad. El pan que se dio a mis pobres se consumió; el pan
que yo daré restaura las fuerzas, sin acabarse nunca». El Altísimo no se deja vencer en generosidad
por aquellos que le sirven en los más necesitados; cuanto mayor es el amor a
los pobres, mayor es la recompensa por parte de Dios.
46. Esta mirada Cristo
céntrica y profundamente eclesial lleva a sostener que las ofrendas, cuando
nacen del amor, no sólo alivian la necesidad del hermano, sino que también
purifican el corazón de quien da y está dispuesto a la conversión, «pues las
limosnas pueden servirte para redimir los pecados de la vida pasada, si cambias
de vida». Son, por así decirlo, el
camino ordinario de conversión de quien desea seguir a Cristo con corazón
indiviso.
47. En una
Iglesia que reconoce en los pobres el rostro de Cristo y en los bienes el
instrumento de la caridad, el pensamiento agustiniano sigue siendo una luz
segura. Hoy, la fidelidad a las enseñanzas de Agustín exige no sólo el estudio
de sus obras, sino la disposición a vivir con radicalidad su llamada a la
conversión, que incluye necesariamente el servicio de la caridad.
48. Muchos otros
Padres de la Iglesia, tanto orientales como occidentales, se pronunciaron sobre
la primacía de la atención a los pobres en la vida y misión de cada fiel
cristiano. Sobre este aspecto, en resumen, se puede afirmar que la teología
patrística fue práctica, apuntando a una Iglesia pobre y para los pobres,
recordando que el Evangelio sólo se anuncia bien cuando llega a tocar la carne
de los últimos, y advirtiendo que el rigor doctrinal sin misericordia es una
palabra vacía.
Cuidar a los
enfermos
49. La compasión
cristiana se ha manifestado de manera peculiar en el cuidado de los enfermos y
los que sufren. A partir de los signos presentes en el ministerio público de
Jesús —que curaba a ciegos, leprosos y paralíticos—, la Iglesia entiende como
parte importante de su misión el cuidado de los enfermos, en los que con
facilidad reconoce al Señor crucificado. San Cipriano, durante una peste en la
ciudad de Cartago, donde era obispo, recordaba a los cristianos la importancia
del cuidado de los infectados al afirmar: «Esta epidemia que parece tan
horrible y funesta pone a prueba la justicia de cada uno y examina el espíritu
de los hombres, verificando si los sanos sirven a los enfermos, si los
parientes se aman sinceramente, si los señores tienen piedad de los siervos
enfermos, si los médicos no abandonan a los enfermos que imploran». [38] La
tradición cristiana de visitar a los enfermos, de lavar sus heridas, de
consolar a los afligidos no se reduce a una mera obra de filantropía, sino que
es una acción eclesial a través de la cual, en los enfermos, los miembros
de la Iglesia «tocan la carne sufriente de Cristo».
50. En el siglo
XVI, san Juan de Dios, al fundar la Orden Hospitalaria que lleva su nombre,
creó hospitales modelo que acogían a todos, independientemente de su condición
social o económica. Su famosa expresión “¡Haced el bien, hermanos!” se
convirtió en el lema de la caridad activa con los enfermos.
Contemporáneamente, san Camilo de Lelis fundó la Orden de los Ministros de los
Enfermos —los camilos—, asumiendo como misión servir a los enfermos con total
dedicación. Su regla ordena que «cada uno solicite al Señor la gracia de tener
un afecto maternal hacia su prójimo para poderlo servir con todo amor
caritativo, en el alma y el cuerpo; porque deseamos —con la gracia de Dios—
servir a todos los enfermos con el mismo afecto que una madre amorosa suele
asistir a su único hijo enfermo». En
hospitales, campos de batalla, prisiones y calles, los camilos encarnaron la
misericordia de Cristo Médico.
51. Cuidando a
los enfermos con cariño maternal, como una madre cuida de su hijo, muchas
mujeres consagradas desempeñaron un papel aún más difundido en la atención
sanitaria de los pobres. Las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, las
Hermanas Hospitalarias, las Pequeñas Siervas de la Divina Providencia y tantas
otras Congregaciones femeninas se convirtieron en una presencia maternal y
discreta en los hospitales, asilos y residencias de ancianos. Llevaban
medicinas, escucha, presencia y, sobre todo, ternura.
Construyeron, a
menudo con sus propias manos, estructuras sanitarias en zonas sin asistencia
médica. Enseñaban higiene, atendían partos, medicaban con sabiduría natural y
fe profunda. Sus casas se convertían en oasis de dignidad donde nadie era
excluido. El toque de la compasión era el primer remedio. Santa Luisa de
Marillac escribía a sus hermanas, las Hijas de la Caridad, recordándoles que
habían «recibido una bendición especial de Dios para servir a los pobres
enfermos en los hospitales».
52. Hoy, ese
legado continúa en los hospitales católicos, los puestos de salud en las
regiones periféricas, las misiones sanitarias en las selvas, los centros de
acogida para toxicómanos y los hospitales de campaña en las zonas de guerra. La
presencia cristiana junto a los enfermos revela que la salvación no es una idea
abstracta, sino una acción concreta. En el gesto de limpiar una herida, la
Iglesia proclama que el Reino de Dios comienza entre los más vulnerables. Y, al
hacerlo, permanece fiel a Aquel que dijo: «Estaba […] enfermo, y me visitaron»
(Mateo 25,35.36). Cuando la Iglesia se arrodilla junto a un leproso, a un niño
desnutrido o a un moribundo anónimo, realiza su vocación más profunda: amar al
Señor allí donde Él está más desfigurado.
El cuidado de los
pobres en la vida monástica
53. La vida
monástica, nacida en el silencio de los desiertos, fue desde sus inicios un
testimonio de solidaridad. Los monjes lo dejaban todo —riqueza, prestigio,
familia— no sólo por despreciar las riquezas del mundo — contemptus mundi—,
sino para encontrar, en este despojo radical, al Cristo pobre. San Basilio
Magno, en su Regla, no veía contradicción entre la vida de oración y
recogimiento de los monjes y la acción en favor de los pobres. Para él, la
hospitalidad y el cuidado de los necesitados eran parte integrante de la
espiritualidad monástica, y los monjes, incluso después de haberlo dejado
todo para abrazar la pobreza, debían ayudar a los más pobres con su trabajo, ya
que «para poder socorrer a los necesitados, es evidente que debemos trabajar
con diligencia [...]. Este modo de vida es provechoso no sólo para someter el
cuerpo, sino también por la caridad hacia el prójimo, para que, por medio de
nosotros, Dios provea lo suficiente a los hermanos más débiles».
54. Construyó en
Cesarea, donde era obispo, un lugar conocido como Basilíades, que incluía
alojamientos, hospitales y escuelas para los pobres y los enfermos. El monje,
por lo tanto, no era sólo un asceta, sino un servidor. Basilio demostraba
así que para estar cerca de Dios hay que estar cerca de los pobres. El amor
concreto era criterio de santidad. Orar y cuidar, contemplar y curar, escribir
y acoger: todo era expresión del mismo amor a Cristo.
55. En Occidente, san Benito de Nursia elaboró una Regla que
se convertiría en la columna vertebral de la espiritualidad monástica europea.
En ella, la acogida de los pobres y los peregrinos ocupa un lugar de honor:
«Mostrad sobre todo un cuidado solícito en la recepción de los pobres y los
peregrinos, porque sobre todo en ellos se recibe a Cristo». No se trataba sólo de palabras: los
monasterios benedictinos fueron, durante siglos, lugares de refugio para
viudas, niños abandonados, peregrinos y mendigos. Para Benito, la vida
comunitaria era una escuela de caridad. El trabajo manual no sólo tenía una
función práctica, sino que también formaba el corazón para el servicio. El
compartir entre los monjes, la atención a los enfermos y la escucha de los más
frágiles preparaban para acoger a Cristo, que llega en la persona del pobre y
el extranjero. La hospitalidad monástica benedictina permanece hasta hoy como
signo de una Iglesia que abre las puertas, que acoge sin preguntar, que cura
sin exigir nada a cambio.
56. Los
monasterios benedictinos, con el tiempo, se convirtieron en lugares que
contrastaban la cultura de la exclusión. Los monjes cultivaban la tierra,
producían alimentos, preparaban medicinas y los ofrecían, con sencillez, a los
más necesitados. Su trabajo silencioso fue fermento de una nueva
civilización, donde los pobres no eran un problema que resolver, sino hermanos
y hermanas que acoger. La regla del compartir, del trabajo común y de la
asistencia a los vulnerables estructuraba una economía solidaria, en contraste
con la lógica de la acumulación. El testimonio de los monjes mostraba que la
pobreza voluntaria, lejos de ser miseria, es camino de libertad y comunión.
No sólo ayudaban a los pobres: se hacían cercanos a ellos, hermanos en el mismo
Señor. En las celdas y claustros se formaba una mística de la presencia de Dios
en los pequeños.
57. Además de la
asistencia material, los monasterios desempeñaron un papel fundamental en la
formación cultural y espiritual de los más humildes. En tiempos de peste,
guerra o hambre, eran lugares donde el necesitado encontraba pan y remedios,
pero también dignidad y palabra. Allí se educaba a los huérfanos, se formaba a
los aprendices y se instruía a los campesinos en técnicas agrícolas y en la
lectura. El saber se compartía como don y responsabilidad. El abad era a la
vez maestro y padre, y la escuela monástica era un lugar de liberación por la
verdad. Porque, como escribe Juan Casiano, el monje debe caracterizarse por
«la humildad de corazón […], que no conduce a la ciencia que hincha, sino a la
que ilumina por medio de la plenitud de la caridad».
Al formar conciencias y transmitir sabiduría,
los monjes contribuyeron a una pedagogía cristiana de inclusión. La cultura,
marcada por la fe, se compartía con sencillez. El saber, cuando está
iluminado por la caridad, se convierte en servicio. De ese modo, la vida
monástica se revelaba como un estilo de santidad y una forma concreta de
transformación de la sociedad.
58. La tradición
monástica enseña, por tanto, que la oración y la caridad, el silencio y el
servicio, las celdas y los hospitales, forman un único tejido espiritual.
El monasterio es lugar de escucha y de acción, de adoración y de compartir. San
Bernardo de Claraval, gran reformador de la Orden Cisterciense, «reclamó con
decisión la necesidad de una vida sobria y moderada, tanto en la mesa como en
la indumentaria y en los edificios monásticos, recomendando la sustentación y
la solicitud por los pobres».
Para él, la
compasión no era una opción accesoria, sino el camino real para seguir a
Cristo. La vida monástica, por lo tanto, cuando es fiel a su vocación original,
muestra que la Iglesia sólo será plenamente esposa del Señor cuando sea también
hermana de los pobres. El claustro no es un mero refugio del mundo, sino una
escuela en la que se aprende a servirlo mejor. Allí donde los monjes
abrieron sus puertas a los pobres, la Iglesia reveló con humildad y firmeza que
la contemplación no excluye la misericordia, sino que la exige como su fruto
más puro.
Liberar a los
cautivos
59. Desde los
tiempos apostólicos, la Iglesia ha visto en la liberación de los oprimidos
un signo del Reino de Dios. Jesús mismo, al iniciar su misión pública,
proclamó: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la
unción. Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la
liberación a los cautivos» (Lucas 4,18). Los primeros cristianos, incluso en
condiciones precarias, rezaban y asistían a los hermanos y hermanas
encarcelados, como atestiguan los Hechos de los Apóstoles (cf. 12, 5; 24,23) y
diversos escritos de los Padres. Esta misión liberadora se prolongó a lo largo
de los siglos mediante acciones concretas, especialmente cuando el drama de la
esclavitud y el cautiverio marcó sociedades enteras.
60. Entre finales
del siglo XII y principios del XIII, cuando muchos cristianos eran capturados
en el Mediterráneo o esclavizados en las guerras, surgieron dos Órdenes
religiosas: la Orden de la Santísima Trinidad, Redención de Cautivos
(trinitarios), fundada por san Juan de Mata y san Félix de Valois, y la Orden
de la Bienaventurada Virgen María de la Merced (mercedarios), fundada por san
Pedro Nolasco con el apoyo de san Raimundo de Peñafort, dominico. Estas
comunidades de consagrados nacieron con el carisma específico de liberar a los
cristianos esclavizados, poniendo a disposición sus bienes y a menudo ofreciendo su propia vida a
cambio.
Los trinitarios, con el lema Gloria Tibi Trinitas et captivis libertas
(Gloria a Ti, Trinidad, y a los cautivos libertad), y los mercedarios, que
añaden un cuarto voto a los votos religiosos de pobreza, obediencia y castidad,
dieron testimonio de que la caridad puede ser heroica. La liberación de los
cautivos era expresión del amor trinitario: un Dios que libera no sólo de la
esclavitud espiritual, sino también de la opresión concreta. El gesto de
rescatar de la esclavitud y de la prisión se considera una prolongación del
sacrificio redentor de Cristo, cuya sangre es el precio de nuestro rescate
(cf. 1 Corintios 6,20).
61. La
espiritualidad original de estas Órdenes estaba profundamente arraigada en la
contemplación de la cruz. Cristo es el Redentor de los cautivos por excelencia,
y la Iglesia, su cuerpo, prolonga este misterio en el tiempo. Los religiosos no veían en el rescate una
acción política o económica, sino un acto casi litúrgico, una ofrenda
sacramental de sí mismos. Muchos entregaron sus propios cuerpos para sustituir
a los prisioneros, cumpliendo literalmente el mandamiento: «No hay amor más
grande que dar la vida por los amigos» (Juan 15,13). La tradición de estas
Órdenes no cesó. Al contrario, inspiró nuevas formas de acción frente a las
esclavitudes modernas: la trata de personas, el trabajo forzoso, la explotación
sexual, las distintas adicciones.
La caridad cristiana, cuando se encarna, se
convierte en liberadora. Y la misión de la Iglesia, cuando es fiel a su Señor,
es siempre proclamar la liberación. Aún en nuestros días, en los que existen «millones de personas —niños,
hombres y mujeres de todas las edades— privados de su libertad y obligados a
vivir en condiciones similares a la esclavitud», dicha herencia es continuada
por estas Órdenes y por otras Instituciones y Congregaciones que actúan en las
periferias urbanas, las zonas de conflicto y los corredores migratorios. Cuando
la Iglesia se arrodilla para romper las nuevas cadenas que aprisionan a los
pobres, se convierte en signo de la Pascua.
62. No se puede
concluir esta reflexión sobre las personas privadas de libertad sin mencionar a
los reclusos que se encuentran en los distintos centros penitenciarios de
preventivos y de penados. A este respecto, cabe recordar las palabras que el
Papa Francisco dirigió a un grupo de ellos: «Para mí, entrar en una cárcel
es siempre un momento importante, porque la cárcel es un lugar de gran
humanidad […]. De humanidad probada, a veces fatigada por dificultades,
sentimientos de culpa, juicios, incomprensiones, sufrimientos, pero al mismo
tiempo cargada de fuerza, de deseo de perdón, de deseo de rescate». Este deseo, entre otros, también fue asumido
por las Órdenes redentoras como un servicio preferencial a la Iglesia. Como
proclamaba san Pablo: «Esta es la libertad que nos ha dado Cristo» (Gálatas
5,1). Y esa libertad no es sólo interior: se manifiesta en la historia como
amor que cuida y libera de todas las ataduras.
Testigos de la
pobreza evangélica
63. En el siglo
XIII, ante el crecimiento de las ciudades, la concentración de riquezas y la
aparición de nuevas formas de pobreza, el Espíritu Santo suscitó en la Iglesia
un nuevo tipo de consagración: las Órdenes mendicantes. A diferencia del
modelo monástico estable, los mendicantes adoptaron una vida itinerante, sin
propiedades personales ni comunitarias, confiando plenamente en la Providencia.
No sólo servían a los pobres: se hacían pobres con ellos. Consideraban la
ciudad como un nuevo desierto y a los marginados como nuevos maestros
espirituales. Estas Órdenes, como los franciscanos, los dominicos, los
agustinos y los carmelitas, representaron una revolución evangélica, en la que
el estilo de vida sencillo y pobre se convierte en un signo profético para la
misión, reviviendo la experiencia de la primera comunidad cristiana (cf. Hechos
4,32). El testimonio de los mendicantes desafiaba tanto la opulencia
clerical como la frialdad de la sociedad urbana.
64. San Francisco de Asís se convirtió en el icono de esta
primavera espiritual. Tomando la pobreza como esposa, quiso imitar al Cristo
pobre, desnudo y crucificado. En su Regla, pide a los hermanos que de «nada
se apropien, ni casa, ni lugar, ni cosa alguna. Y como peregrinos y
forasteros en este siglo, sirviendo al Señor en pobreza y humildad, vayan por
limosna confiadamente, y no deben avergonzarse, porque el Señor se hizo pobre
por nosotros en este mundo». [ Su vida fue un continuo despojarse: del palacio
al leproso, de la elocuencia al silencio, de la posesión al don total.
Francisco no fundó un servicio social, sino una fraternidad evangélica.
Entre los pobres veía hermanos e imágenes vivas del Señor. Su misión era estar
con ellos, por una solidaridad que superaba las distancias, por un amor
compasivo. Su pobreza era relacional: lo llevaba a hacerse cercano, igual, más
aún, menor. Su santidad brotaba de la convicción de que sólo se recibe
verdaderamente a Cristo en la entrega generosa de sí mismo a los hermanos.
65. Santa
Clara de Asís, inspirada por Francisco, fundó la Orden de las Damas Pobres, más
tarde llamadas clarisas. Su lucha espiritual consistió en mantener fielmente el
ideal de la pobreza radical. Rechazó los privilegios pontificios que
podrían garantizar la seguridad material de su monasterio y, con firmeza,
obtuvo del Papa Gregorio IX el llamado Privilegium Paupertatis, que garantizaba
el derecho a vivir sin poseer ningún bien material. Esta opción expresaba la confianza total en
Dios y la conciencia de que la pobreza voluntaria era una forma de libertad y
de profecía. Clara enseñaba a sus hermanas que Cristo era su única herencia y
que nada debía oscurecer la comunión con Él. Su vida orante y oculta fue un
grito contra la mundanidad y una defensa silenciosa de los pobres y olvidados.
66. Santo
Domingo de Guzmán, contemporáneo de Francisco, fundó la Orden de
Predicadores con otro carisma, pero con la misma radicalidad. Deseaba
anunciar el Evangelio con la autoridad que brota de una vida pobre, convencido
de que la Verdad necesita testigos coherentes. El ejemplo de la pobreza de vida
acompañaba la Palabra predicada. Libres del peso de los bienes terrenos,
los frailes dominicos podían dedicarse mejor a la obra principal, es decir, a
la predicación. Iban a las ciudades, sobre todo a aquellas universitarias, para
enseñar la verdad de Dios. Al depender
de los demás, demostraban que la fe no se impone, sino que se ofrece. Y, al
vivir entre los pobres, aprendían la verdad del Evangelio “desde abajo”, como
discípulos del Cristo humillado.
67. Las Órdenes
mendicantes fueron, así, una respuesta viva a la exclusión y la indiferencia.
No propusieron expresamente reformas sociales, sino una conversión personal y
comunitaria a la lógica del Reino. La pobreza, en ellos, no era consecuencia de
la escasez de bienes, sino una elección libre: hacerse pequeños para acoger a
los pequeños. Como dijo Tomás de Celano sobre Francisco: «Se deja ver en él el
primer amador de los pobres, [...] despojándose de sus vestidos, viste con
ellos a los pobres, a quienes, si no todavía de hecho, sí de todo corazón
intenta asemejarse». Los mendicantes
se han convertido en un signo de una Iglesia peregrina, humilde y fraterna, que
vive entre los pobres no por estrategia proselitista, sino por identidad.
Enseñan que la Iglesia es luz sólo cuando se despoja de todo, y que la santidad
pasa por un corazón humilde y volcado en los pequeños.
La Iglesia y la
educación de los pobres
68. Dirigiéndose
a algunos educadores, el Papa Francisco recordó que la educación ha sido
siempre una de las expresiones más altas de la caridad cristiana: «La vuestra
es una misión llena de obstáculos pero también de alegrías. […] Una misión de
amor, porque no se puede enseñar sin amar».
En este sentido, desde los primeros tiempos, los cristianos se dieron
cuenta de que el saber libera, dignifica y acerca a la verdad. Para la
Iglesia, enseñar a los pobres era un acto de justicia y de fe. Inspirada en el
ejemplo del Maestro, que enseñaba a la gente las verdades divinas y humanas, la
Iglesia asumió la misión de formar a los niños y a los jóvenes, especialmente a
los más pobres, en la verdad y el amor. Esta misión tomó forma con la fundación
de Congregaciones dedicadas a la educación popular.
69. En el siglo
XVI, san José de Calasanz, impresionado por la falta de instrucción y formación
de los jóvenes pobres de la ciudad de Roma, en unas salas anejas a la iglesia
de Santa Dorotea en el Trastevere, creó la primera escuela pública popular
gratuita de Europa. Era la simiente de la que después se desarrollaría, no sin
dificultades, la Orden de Clérigos Regulares Pobres de la Madre de Dios de las
Escuelas Pías, llamados escolapios, con el fin de transmitir a los jóvenes «la
ciencia profana, al igual que la sabiduría del Evangelio, enseñándoles a
descubrir en sus acontecimientos personales y en la historia la acción amorosa
de Dios creador y redentor».
De hecho, podemos considerar a este valiente
sacerdote como «el verdadero fundador de la escuela católica moderna, que busca
la formación integral del hombre y está abierta a todos». Animado por la misma
sensibilidad, en el siglo XVII san Juan Bautista de La Salle, dándose cuenta de
la injusticia causada por la exclusión de los hijos de obreros y campesinos del
sistema educativo de Francia en aquel tiempo, fundó los Hermanos de las
Escuelas Cristianas, con el ideal de ofrecerles educación gratuita, una sólida
formación y un ambiente fraternal. La Salle veía el aula como un lugar para el
desarrollo humano, pero también para la conversión. Sus escuelas combinaban la
oración, el método, la disciplina y el compartir. Cada niño era considerado
un don único de Dios y el acto de enseñar un servicio al Reino de Dios.
70. Ya en el
siglo XIX, también en Francia, san Marcelino Champagnat fundó el Instituto de
los Hermanos Maristas de las Escuelas, «sensible a las necesidades espirituales
y educativas de su época, especialmente a la ignorancia religiosa y a las
situaciones de abandono que vivía particularmente la juventud», dedicándose de lleno, en una época en la que
el acceso a la educación era todavía privilegio de unos pocos, a la misión de
educar y evangelizar a los niños y jóvenes, sobre todo a los más necesitados.
Con el mismo espíritu, en Turín, san Juan Bosco inició la obra salesiana, basada
en los tres principios del “sistema preventivo” —razón, religión y amor— y el beato Antonio Rosmini fundó el Instituto
de la Caridad, en el que la “caridad intelectual” —junto con la “material” y,
en la cúspide, la “espiritual-pastoral”— se presentaba como una dimensión
indispensable para cualquier acción caritativa que mirase al bien y al
desarrollo integral de la persona.
71. Muchas
Congregaciones femeninas fueron también protagonistas de esta revolución
pedagógica. Las ursulinas, las monjas de la Orden de la Compañía de María
Nuestra Señora, las Maestras Pías y muchas otras fundadas especialmente en los
siglos XVIII y XIX ocuparon espacios donde el Estado estaba ausente.
Crearon escuelas en pequeños pueblos, en los suburbios y en los barrios
obreros. La educación de las niñas, en particular, se convirtió en una
prioridad. Las religiosas alfabetizaban, evangelizaban, trataban de cuestiones
prácticas de la vida cotidiana, elevaban el espíritu a través del cultivo de
las artes y, sobre todo, formaban conciencias. Su pedagogía era sencilla:
cercanía, paciencia, dulzura.
Enseñaban a través de la vida, antes que con
palabras. En tiempos de analfabetismo generalizado y de exclusión estructural,
estas mujeres consagradas eran faros de esperanza. Su misión era formar el
corazón, enseñar a pensar, promover la dignidad. Combinando una vida de piedad
y dedicación al prójimo, combatieron el abandono con la ternura de quien educa
en nombre de Cristo.
72. Para la fe
cristiana, la educación de los pobres no es un favor, sino un deber. Los
pequeños tienen derecho a la sabiduría, como exigencia básica para el
reconocimiento de la dignidad humana. Enseñarles es afirmar su valor, darles
las herramientas para transformar su realidad. La tradición cristiana entiende
que el conocimiento es un don de Dios y una responsabilidad comunitaria. La
educación cristiana forma no sólo profesionales, sino personas abiertas al
bien, a la belleza y a la verdad. Por eso, la escuela católica, cuando es
fiel a su nombre, se convierte en un espacio de inclusión, formación integral y
promoción humana. Así, conjugando fe y cultura, se siembra futuro, se honra la
imagen de Dios y se construye una sociedad mejor.
Acompañar a los
migrantes
73. La
experiencia de la migración acompaña la historia del pueblo de Dios. Abraham
parte sin saber adónde va; Moisés conduce a un pueblo peregrino por el
desierto; María y José huyen con el Niño a Egipto. El mismo Cristo, que «vino a
los suyos, y los suyos no lo recibieron» (Juan 1,11), vivió entre nosotros como
extranjero. Por eso, la Iglesia siempre ha reconocido en los migrantes una
presencia viva del Señor, que en el día del juicio dirá a los que estén a su
derecha: «Estaba de paso, y me alojaron» (Mateo 25,35).
74. En el
siglo XIX, cuando millones de europeos emigraban en busca de mejores
condiciones de vida, dos grandes santos se destacaron en la atención pastoral
de los migrantes: san Juan Bautista Scalabrini y santa Francisca Javier
Cabrini. Scalabrini, obispo de Piacenza, fundó los Misioneros de San Carlos
para acompañar a los migrantes en sus comunidades de destino, ofreciéndoles
asistencia espiritual, jurídica y material. Veía en los migrantes destinatarios
de una nueva evangelización, alertando sobre los riesgos de la explotación y la
pérdida de la fe en tierra extranjera. Respondiendo con generosidad al carisma
que el Señor le había concedido, «Scalabrini miraba más allá, miraba hacia el
futuro, hacia un mundo y una Iglesia sin barreras, sin extranjeros».
Santa
Francisca Cabrini, nacida en Italia y naturalizada estadounidense, se convirtió
en la primera ciudadana de los Estados Unidos en ser canonizada. Para cumplir su misión de atender a los
emigrantes, cruzó el Atlántico varias veces e «impulsada por una singular
audacia, empezó de la nada la construcción de escuelas, hospitales y orfanatos
para multitud de desheredados que se aventuraban a buscar trabajo en el nuevo
mundo, sin conocer la lengua y sin medios que les permitieran una inserción
digna en la sociedad norteamericana, en la que a menudo eran víctimas de
personas sin escrúpulos. Su corazón materno, que no se resignaba jamás, llegaba
a ellos dondequiera que se encontraran: en los tugurios, en las cárceles y en
las minas». En el Año Santo de 1950,
el Papa Pío XII la proclamó patrona de todos los migrantes.
75. La tradición
de la actividad de la Iglesia con y para los migrantes continúa y hoy ese
servicio se expresa en iniciativas como los centros de acogida para refugiados,
las misiones en las fronteras y los esfuerzos de Cáritas Internacional y otras
instituciones. El Magisterio contemporáneo reafirma claramente este compromiso.
El Papa Francisco recordaba que la misión de la Iglesia junto a los migrantes y
refugiados es aún más amplia, insistiendo en que «la respuesta al desafío
planteado por las migraciones contemporáneas se puede resumir en cuatro verbos:
acoger, proteger, promover e integrar. Pero estos verbos no se aplican sólo
a los migrantes y a los refugiados. Expresan la misión de la Iglesia en
relación a todos los habitantes de las periferias existenciales, que deben ser
acogidos, protegidos, promovidos e integrados».
Y añadía: «Cada
ser humano es hijo de Dios. En él está impresa la imagen de Cristo. Se trata,
entonces, de que nosotros seamos los primeros en verlo y así podamos ayudar a
los otros a ver en el emigrante y en el refugiado no sólo un problema que debe
ser afrontado, sino un hermano y una hermana que deben ser acogidos, respetados
y amados, una ocasión que la Providencia nos ofrece para contribuir a la
construcción de una sociedad más justa, una democracia más plena, un país más
solidario, un mundo más fraterno y una comunidad cristiana más abierta, de
acuerdo con el Evangelio». La
Iglesia, como madre, camina con los que caminan. Donde el mundo ve una amenaza,
ella ve hijos; donde se levantan muros, ella construye puentes. Sabe que el
anuncio del Evangelio sólo es creíble cuando se traduce en gestos de cercanía y
de acogida; y que en cada migrante rechazado, es Cristo mismo quien llama a las
puertas de la comunidad.
Al lado de los
últimos
76. La
santidad cristiana florece, con frecuencia, en los lugares más olvidados y
heridos de la humanidad. Los más pobres entre los pobres —los que no sólo
carecen de bienes, sino también de voz y de reconocimiento de su dignidad—
ocupan un lugar especial en el corazón de Dios. Son los preferidos del
Evangelio, los herederos del Reino (cf. Lucas 6,20). Es en ellos donde Cristo
sigue sufriendo y resucitando. Es en ellos donde la Iglesia redescubre la
llamada a mostrar su realidad más auténtica.
77. Santa
Teresa de Calcuta, canonizada en 2016, se convirtió en un icono universal de la
caridad vivida hasta el extremo en favor de los más indigentes, descartados
por la sociedad. Fundadora de las Misioneras de la Caridad, dedicó su vida a
los moribundos abandonados en las calles de la India. Recogía a los rechazados,
lavaba sus heridas y los acompañaba hasta el momento de la muerte con una
ternura que era oración. Su amor por los más pobres entre los pobres la llevaba
no sólo a atender sus necesidades materiales, sino también a anunciarles la
buena noticia del Evangelio: «Queremos proclamar la buena nueva a los pobres de
que Dios les ama, de que nosotros les amamos, de que ellos son alguien para
nosotros, de que ellos también han sido creados por la misma mano amorosa de
Dios, para amar y ser amados. Nuestros pobres son grandes personas, son
personas muy queribles, no necesitan nuestra lástima y simpatía, necesitan
nuestro amor comprensivo. Necesitan nuestro respeto, necesitan que les
tratemos con dignidad».
Todo esto nacía
de una profunda espiritualidad que veía el servicio a los más pobres como fruto
de la oración y del amor, que generan la verdadera paz, como recordaba el Papa
san Juan Pablo II a los peregrinos que habían acudido a Roma para su
beatificación: «¿Dónde encontró la madre Teresa la fuerza para ponerse
completamente al servicio de los demás? La encontró en la oración y en la
contemplación silenciosa de Jesucristo, de su santo Rostro y de su Sagrado
Corazón. Lo dijo ella misma: “El fruto del silencio es la oración; el fruto
de la oración es la fe; el fruto de la fe es el amor; el fruto del amor es el
servicio; y el fruto del servicio es la paz” [...]. La oración colmó su
corazón de la paz de Cristo y le permitió irradiarla a los demás». Teresa no se
consideraba una filántropa ni una activista, sino esposa de Cristo crucificado,
a quien servía con amor total en los hermanos que sufrían.
78. En Brasil,
santa Dulce de los Pobres, conocida como “el ángel bueno de Bahía”, encarnó el
mismo espíritu evangélico con rasgos brasileños. Refiriéndose a ella y a otras
dos religiosas canonizadas en la misma celebración, el Papa Francisco recordó
el amor que profesaban a los más marginados de la sociedad y afirmó que las
nuevas santas «nos muestran que la vida consagrada es un camino de amor en las
periferias existenciales del mundo». La
hermana Dulce enfrentó la precariedad con creatividad, los obstáculos con
ternura, la carencia con fe inquebrantable. Comenzó acogiendo a enfermos en
un gallinero, y desde allí fundó una de las mayores obras sociales del país.
Atendía a miles de personas al día, sin perder nunca su dulzura. Se hizo pobre
con los pobres por amor al sumamente Pobre. Vivía con poco, rezaba con
fervor y servía con alegría. Su fe no la alejaba del mundo, sino que la
sumía aún más profundamente en los dolores de los últimos.
79. Se podría
recordar también a san Benito Menni y las Hermanas Hospitalarias del Sagrado
Corazón de Jesús, junto a las personas con discapacidades; a san Carlos de
Foucauld entre las comunidades del Sahara; a santa Katharine Drexel, junto a
los grupos más desfavorecidos de Norteamérica; a la hermana Emmanuelle con los
recolectores de basura en el barrio de Ezbet El Nakhl, en la ciudad de El
Cairo; y a muchísimos más. Cada uno a su manera descubrió que los más pobres no
son meros objetos de compasión, sino maestros del Evangelio. No se trata de
“llevarles a Dios”, sino de encontrarlo entre ellos. Todos estos ejemplos
enseñan que servir a los pobres no es un gesto de arriba hacia abajo, sino un
encuentro entre iguales, donde Cristo se revela y es adorado. San Juan Pablo II
nos recordaba que «en la persona de los pobres hay una presencia especial [de
Cristo], que impone a la Iglesia una opción preferencial por ellos». [70] Por
lo tanto, cuando la Iglesia se inclina hasta el suelo para cuidar de los
pobres, asume su postura más elevada.
Movimientos
populares
80. Debemos
reconocer también que, a lo largo de la historia cristiana, la ayuda a los
pobres y la lucha por sus derechos no han implicado sólo a los individuos, a
algunas familias, a las instituciones o a las comunidades religiosas. Han
existido, y existen, varios movimientos populares, integrados por laicos y
guiados por líderes populares, muchas veces bajo sospecha o incluso
perseguidos. Me refiero a un «conjunto de personas que no caminan como
individuos sino como el entramado de una comunidad de todos y para todos, que
no puede dejar que los más pobres y débiles se queden atrás. […] Los líderes
populares, entonces, son aquellos que tienen la capacidad de incorporar a
todos. […] No les tienen asco ni miedo a los jóvenes lastimados y
crucificados».
81. Estos líderes
populares saben que la solidaridad «también es luchar contra las causas
estructurales de la pobreza, la desigualdad, la falta de trabajo, la tierra y
la vivienda, la negación de los derechos sociales y laborales. Es enfrentar los
destructores efectos del imperio del dinero […]. La solidaridad, entendida en
su sentido más hondo, es un modo de hacer historia y eso es lo que hacen los
movimientos populares». Por esta razón, cuando
las distintas instituciones piensan en las necesidades de los pobres se
requiere «que incluyan a los movimientos populares y animen las estructuras de
gobierno locales, nacionales e internacionales con ese torrente de energía
moral que surge de la incorporación de los excluidos en la construcción del
destino común».
Los
movimientos populares, efectivamente, nos invitan a superar «esa idea de las
políticas sociales concebidas como una política hacia los pobres pero nunca con
los pobres, nunca de los pobres y mucho menos inserta en un proyecto que reunifique a los pueblos». Si los políticos y los profesionales no los
escuchan, «la democracia se atrofia, se convierte en un nominalismo, una
formalidad, pierde representatividad, se va desencarnando porque deja afuera al
pueblo en su lucha cotidiana por la dignidad, en la construcción de su
destino». Lo mismo se debe decir de las
instituciones de la Iglesia.
UNA HISTORIA QUE
CONTINÚA
El siglo de la
Doctrina Social de la Iglesia
82. La
aceleración de las transformaciones tecnológicas y sociales de los últimos dos
siglos, llena de trágicas contradicciones, no sólo ha sido sufrida, sino
también afrontada y pensada por los pobres. Los movimientos de trabajadores, de
mujeres y de jóvenes, así como la lucha contra la discriminación racial, han
dado lugar a una nueva conciencia de la dignidad de los marginados. También el
aporte de la Doctrina Social de la Iglesia tiene en sí esta raíz popular que no
se debe olvidar; sería inimaginable su relectura de la revelación cristiana en
las modernas circunstancias sociales, laborales, económicas y culturales sin
los laicos cristianos lidiando con los desafíos de su tiempo. A su lado
trabajaron religiosas y religiosos, testigos de una Iglesia en salida de los
caminos ya recorridos.
El cambio de
época que estamos afrontando hace hoy aún más necesaria la continua interacción
entre los bautizados y el Magisterio, entre los ciudadanos y los expertos,
entre el pueblo y las instituciones. En particular, se reconoce nuevamente que
la realidad se ve mejor desde los márgenes y que los pobres son sujetos de una
inteligencia específica, indispensable para la Iglesia y la humanidad.
83. El Magisterio
de los últimos ciento cincuenta años ofrece una auténtica fuente de enseñanzas
referidas a los pobres. De ese modo, los Obispos de Roma se han hecho voz de
nuevas conciencias, tomadas en consideración para el discernimiento eclesial.
Por ejemplo, en la carta encíclica Rerum Novarum (1891), León XIII afrontó la
cuestión del trabajo, poniendo al descubierto la situación intolerable de
muchos obreros de la industria, proponiendo la instauración de un orden social
justo. Otros pontífices también se han expresado en esta misma línea. Con la
encíclica Mater et Magistra (1961) san Juan XXIII se hizo promotor de una
justicia de dimensiones mundiales: los países ricos no podían permanecer
indiferentes ante los países oprimidos por el hambre y la miseria, sino que
estaban llamados a socorrerlos generosamente con todos sus recursos.
84. El Concilio Vaticano II representa una etapa
fundamental en el discernimiento eclesial en relación a los pobres, a la luz de
la Revelación. Si bien en los documentos preparatorios este tema fue
marginal, desde el radiomensaje del 11 de septiembre de 1962, a un mes de la
apertura del Concilio, san Juan XXIII centró la
atención sobre el mismo con palabras inolvidables: «La Iglesia se presenta como
es y como quiere ser, como Iglesia de todos, en particular como la Iglesia de
los pobres». Fue pues el gran trabajo
de obispos, teólogos y expertos preocupados por la renovación de la Iglesia
―con el apoyo del mismo san Juan XXIII― lo que reorientó el Concilio. Es
fundamental la naturaleza cristocéntrica, es decir, doctrinal y no sólo social,
de tal fermento.
Numerosos padres
conciliares, en efecto, favorecieron la consolidación de la conciencia, bien
expresada por el cardenal Lercaro en su memorable intervención del 6 de
diciembre de 1962, de que «el misterio de Cristo en la Iglesia es siempre, pero
sobre todo hoy, el misterio de Cristo en los pobres», y de que «no se trata de
un tema más, sino que en cierto sentido es el único tema de todo el Vaticano
II». El arzobispo de Bolonia, preparando
el texto de esta intervención, anotaba: «Esta es la hora de los pobres, de
los millones de pobres que están en toda la tierra, esta es la hora del
misterio de la Iglesia madre de los pobres, esta es la hora del misterio de
Cristo sobre todo en el pobre». Se
perfilaba de ese modo la necesidad de una nueva forma eclesial, más sencilla y
sobria, que implicase a todo el pueblo de Dios y a su figura histórica. Una
Iglesia más semejante a su Señor que a las potencias mundanas, dirigida a
estimular en toda la humanidad un compromiso concreto para resolver el gran
problema de la pobreza en el mundo.
85. San Pablo VI, con ocasión de la apertura de la segunda
sesión del Concilio, retomó el tema planteado por su predecesor respecto a la
Iglesia que mira con particular interés «a los pobres, a los necesitados, a los
afligidos, a los hambrientos, a los enfermos, a los encarcelados, es decir,
mira a toda la humanidad que sufre y que llora; ésta le pertenece por
derecho evangélico». En la Audiencia
general del 11 de noviembre de 1964, subrayó que «el pobre es representante de
Cristo» y, acercando la imagen del Señor en los últimos a la que se manifiesta
en el Papa, afirmó: «La representación de Cristo en el pobre es universal,
todo pobre refleja a Cristo; la del Papa es personal. […] El pobre y Pedro
pueden coincidir, pueden ser la misma persona, revestida de una doble
representación: la de la pobreza y la de la autoridad». [81] De ese modo, el
vínculo intrínseco entre la Iglesia y los pobres era expresado simbólicamente
con una original claridad.
86. En la constitución pastoral Gaudium et Spes, actualizando
la herencia de los Padres de la Iglesia , el Concilio afirmó con fuerza el
destino universal de los bienes de la tierra y la función social de la
propiedad que deriva de ello: «Dios ha destinado la tierra y cuanto ella
contiene para uso de todos los hombres y pueblos. En consecuencia, los bienes
creados deben llegar a todos […]. Por tanto, el hombre, al usarlos, no debe
tener las cosas exteriores que legítimamente posee como exclusivamente suyas,
sino también como comunes, en el sentido de que no le aprovechen a él
solamente, sino también a los demás. Por lo demás, el derecho a poseer una
parte de bienes suficiente para sí mismos y para sus familias es un derecho que
a todos corresponde. […] Quien se halla en situación de necesidad extrema tiene
derecho a tomar de la riqueza ajena lo necesario para sí. […] La misma
propiedad privada tiene también, por su misma naturaleza, una índole social,
cuyo fundamento reside en el destino común de los bienes. Cuando esta índole
social es descuidada, la propiedad muchas veces se convierte en ocasión de
ambiciones y graves desórdenes».
Esta convicción
fue impulsada nuevamente por san Pablo VI en la encíclica Populorum Progressio,
donde leemos que nadie puede considerarse autorizado a «reservarse en uso
exclusivo lo que supera a la propia necesidad cuando a los demás les falta lo
necesario». En su intervención en las
Naciones Unidas, el Papa Montini se presentó como el abogado de los pueblos
pobres, solicitando a la comunidad
internacional la edificación de un mundo solidario.
87. Con san
Juan Pablo II se consolida, al menos en el ámbito doctrinal, la relación
preferencial de la Iglesia con los pobres. Su magisterio ha reconocido, en
efecto, que la opción por los pobres es una «forma especial de primacía en el
ejercicio de la caridad cristiana, de la cual da testimonio toda la
tradición de la Iglesia». En la encíclica Sollicitudo Rei Socialis escribe
también que hoy, vista la dimensión mundial que ha adquirido la cuestión
social, «este amor preferencial, con las decisiones que nos inspira, no puede
dejar de abarcar a las inmensas muchedumbres de hambrientos, mendigos, sin
techo, sin cuidados médicos y, sobre todo, sin esperanza de un futuro mejor: no
se puede olvidar la existencia de esta realidad.
Ignorarlo
significaría parecernos al “rico epulón” que fingía no conocer al mendigo
Lázaro, postrado a su puerta (cf. Lucas 16,19-31)». Su enseñanza sobre el trabajo adquiere
importancia cuando queremos pensar en el rol activo de los pobres en la
renovación de la Iglesia y de la sociedad, dejando atrás el paternalismo de la
mera asistencia de sus necesidades inmediatas. En la encíclica Laborem Exercens
afirma que «el trabajo humano es una clave, quizá la clave esencial, de toda
la cuestión social».
88. Frente a las múltiples crisis que han caracterizado el
comienzo del tercer milenio, la lectura de Benedicto XVI se hace más
marcadamente política. Así, en la carta encíclica Caritas in Veritate afirma
que «se ama al prójimo tanto más eficazmente, cuanto más se trabaja por un
bien común que responda también a sus necesidades reales». Además, observa que «el hambre no depende
tanto de la escasez material, cuanto de la insuficiencia de recursos sociales,
el más importante de los cuales es de tipo institucional. Es decir, falta un
sistema de instituciones económicas capaces, tanto de asegurar que se tenga
acceso al agua y a la comida de manera regular y adecuada desde el punto de
vista nutricional, como de afrontar las exigencias relacionadas con las necesidades
primarias y con las emergencias de crisis alimentarias reales, provocadas por
causas naturales o por la irresponsabilidad política nacional e internacional».
89. El Papa
Francisco ha reconocido cómo, además del magisterio de los Obispos de Roma, en
los últimos decenios se han hecho cada vez más frecuentes los posicionamientos
adoptados por las Conferencias episcopales nacionales y regionales al respecto.
Por ejemplo, él pudo testimoniar en primera persona el compromiso particular
del episcopado latinoamericano al reflexionar sobre la relación de la Iglesia
con los pobres. En el período postconciliar, en casi todos los países de
América Latina se sintió fuertemente la identificación de la Iglesia con los
pobres y la participación activa en su rescate. Fue el corazón mismo de la
Iglesia el que se conmovió ante tanta gente pobre que sufría desempleo,
subempleo, salarios inicuos y estaba obligada a vivir en condiciones
miserables.
El martirio de
san Óscar Romero, arzobispo de San Salvador, fue al mismo tiempo un testimonio
y una exhortación viva para la Iglesia. Él sintió como propio el drama de la
gran mayoría de sus fieles y los hizo el centro de su opción pastoral. Las
Conferencias del Episcopado Latinoamericano en Medellín, Puebla, Santo Domingo
y Aparecida constituyen etapas significativas también para toda la Iglesia. Yo
mismo, misionero durante largos años en Perú, debo mucho a este camino de
discernimiento eclesial, que el Papa Francisco ha sabido unir sabiamente al de
otras Iglesias particulares, especialmente las del Sur global. Ahora quisiera
referirme a dos temas específicos de este magisterio episcopal.
Estructuras de
pecado que causan pobreza y desigualdades extremas
90. En Medellín,
los obispos se pronunciaron en favor de la opción preferencial por los pobres: «Cristo
nuestro Salvador, no sólo amó a los pobres, sino que “siendo rico se hizo
pobre”, vivió en la pobreza, centró su misión en el anuncio a los pobres de
su liberación y fundó su Iglesia como signo de esa pobreza entre los hombres.
[...] La pobreza de tantos hermanos clama justicia, solidaridad, testimonio,
compromiso, esfuerzo y superación para el cumplimiento pleno de la misión
salvífica encomendada por Cristo».
Los obispos afirmaron con fuerza que la
Iglesia, para ser plenamente fiel a su vocación, no sólo debe compartir la
condición de los pobres, sino también ponerse de su lado, comprometiéndose
diligentemente en su promoción integral. La Conferencia de Puebla, ante el
agravamiento de la pobreza en América Latina, confirmó la decisión de Medellín
con una opción franca y profética en favor de los pobres, y calificó las
estructuras de injusticia como “pecado social”.
91. La caridad
es una fuerza que cambia la realidad, una auténtica potencia histórica de
cambio. Es la fuente a la que debe hacer referencia todo compromiso para
«resolver las causas estructurales de la pobreza», y llevarlo a cabo urgentemente. Hago votos,
por lo tanto, para «que crezca el número de políticos capaces de entrar en un
auténtico diálogo que se oriente eficazmente a sanar las raíces profundas y no
la apariencia de los males de nuestro mundo», porque «se trata de escuchar el
clamor de pueblos enteros, de los pueblos más pobres de la tierra».
92. Por lo tanto,
es preciso seguir denunciando la “dictadura de una
economía que mata” y reconocer que «mientras las ganancias de unos pocos crecen
exponencialmente, las de la mayoría se quedan cada vez más lejos del bienestar
de esa minoría feliz. Este desequilibrio proviene de ideologías que
defienden la autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera.
De ahí que nieguen el derecho de control de los Estados, encargados de velar
por el bien común. Se instaura una nueva tiranía invisible, a veces virtual,
que impone, de forma unilateral e implacable, sus leyes y sus reglas».
Aunque no faltan
diferentes teorías que intentan justificar el estado actual de las cosas, o
explicar que la racionalidad económica nos exige que esperemos a que las
fuerzas invisibles del mercado resuelvan todo, la dignidad de cada persona
humana debe ser respetada ahora, no mañana, y la situación de miseria de muchas
personas a quienes esta dignidad se niega debe ser una llamada constante para
nuestra conciencia.
93. En la
encíclica Dilexit nos, el Papa Francisco ha recordado cómo el pecado social
toma la forma de “estructura de pecado” en la sociedad, que «muchas veces […]
se inserta en una mentalidad dominante que considera normal o racional lo
que no es más que egoísmo e indiferencia. Este fenómeno se puede definir
“alienación social”». Se vuelve
normal ignorar a los pobres y vivir como si no existieran. Se presenta como
elección racional organizar la economía pidiendo sacrificios al pueblo, para
alcanzar ciertos objetivos que interesan a los poderosos; mientras que a los
pobres sólo les quedan promesas de “gotas” que caerán, hasta que una nueva
crisis global los lleve de regreso a la situación anterior. Es una auténtica
alienación aquella que lleva sólo a encontrar excusas teóricas y no a tratar de
resolver hoy los problemas concretos de los que sufren. Lo decía ya san Juan
Pablo II: «Está alienada una sociedad que, en sus formas de organización
social, de producción y consumo, hace más difícil la realización de esta
donación y la formación de esa solidaridad interhumana».
94. Debemos
comprometernos cada vez más para resolver las causas estructurales de la
pobreza. Es una urgencia que «no puede esperar, no sólo por una exigencia
pragmática de obtener resultados y de ordenar la sociedad, sino para sanarla de
una enfermedad que la vuelve frágil e indigna y que sólo podrá llevarla a
nuevas crisis. Los planes asistenciales, que atienden ciertas urgencias, sólo
deberían pensarse como respuestas pasajeras».
La falta de equidad «es raíz de los males sociales». En efecto, «muchas veces se percibe que, de
hecho, los derechos humanos no son iguales para todos».
95. Resulta que
«en el vigente modelo “exitista” y “privatista” no parece tener sentido
invertir para que los lentos, débiles o menos dotados puedan abrirse camino en
la vida». La pregunta recurrente es
siempre la misma: ¿los menos dotados no son personas humanas? ¿Los débiles no
tienen nuestra misma dignidad? ¿Los que nacieron con menos posibilidades valen
menos como seres humanos, y sólo deben limitarse a sobrevivir?
De nuestra
respuesta a estos interrogantes depende el valor de nuestras sociedades y también
nuestro futuro. O reconquistamos nuestra dignidad moral y espiritual, o caemos
como en un pozo de suciedad. Si no nos detenemos a tomar las cosas en serio
continuaremos así, de manera explícita o disimulada, legitimando «el modelo
distributivo actual, donde una minoría se cree con el derecho de consumir
en una proporción que sería imposible generalizar, porque el planeta no podría
ni siquiera contener los residuos de semejante consumo».
96. Entre las
cuestiones estructurales —que no es posible imaginar que se resuelvan de lo
alto y que requieren ser asumidas lo antes posible— está el tema de los
lugares, los espacios, las casas y las ciudades donde los pobres viven y
transitan. Lo sabemos, «¡qué hermosas son las ciudades que superan la
desconfianza enfermiza e integran a los diferentes, y que hacen de esa
integración un nuevo factor de desarrollo! ¡Qué lindas son las ciudades
que, aun en su diseño arquitectónico, están llenas de espacios que conectan,
relacionan, favorecen el reconocimiento del otro!». Al mismo tiempo, «no podemos dejar de
considerar los efectos de la degradación ambiental, del actual modelo de
desarrollo y de la cultura del descarte en la vida de las personas». De hecho, «el deterioro del ambiente y el de
la sociedad afectan de un modo especial a los más débiles del planeta».
97. Por
consiguiente, es responsabilidad de todos los miembros del pueblo de Dios
hacer oír, de diferentes maneras, una voz que despierte, que denuncie y que se
exponga, aun a costo de parecer “estúpidos”. Las estructuras de injusticia
deben ser reconocidas y destruidas con la fuerza del bien, a través de un
cambio de mentalidad, pero también con la ayuda de las ciencias y la técnica,
mediante el desarrollo de políticas eficaces en la transformación de la
sociedad. Siempre debe recordarse que la propuesta del Evangelio no es sólo la
de una relación individual e íntima con el Señor. La propuesta es más amplia:
«es el Reino de Dios (cf. Lucas 4,43); se trata de amar a Dios que reina en el
mundo. En la medida en que Él logre reinar entre nosotros, la vida social será
ámbito de fraternidad, de justicia, de paz, de dignidad para todos. Entonces,
tanto el anuncio como la experiencia cristiana tienden a provocar consecuencias
sociales. Buscamos su Reino».
98. En fin, un
documento que al principio no fue bien acogido por algunos, nos ofrece una
reflexión siempre actual: «A los defensores de “la ortodoxia”, se dirige a
veces el reproche de pasividad, de indulgencia o de complicidad culpables
respecto a situaciones de injusticia intolerables y de los regímenes
políticos que las mantienen. La conversión espiritual, la intensidad del amor a
Dios y al prójimo, el celo por la justicia y la paz, el sentido evangélico de
los pobres y de la pobreza, son requeridos a todos, y especialmente a los
pastores y a los responsables. La preocupación por la pureza de la fe ha de ir
unida a la preocupación por aportar, con una vida teologal integral, la
respuesta de un testimonio eficaz de servicio al prójimo, y particularmente al
pobre y al oprimido».
Los pobres como
sujetos
99. Un don
fundamental para el camino de la Iglesia universal está representado por el
discernimiento de la Conferencia de Aparecida, donde los obispos
latinoamericanos explicitaron que la opción preferencial de la Iglesia por los
pobres «está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho
pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza». En el documento se contextualiza la misión en
la actual situación del mundo globalizado, con sus nuevos y dramáticos desequilibrios,
y los obispos, en el mensaje final, escriben: «Las agudas diferencias entre
ricos y pobres nos invitan a trabajar con mayor empeño en ser discípulos que
saben compartir la mesa de la vida, mesa de todos los hijos e hijas del
Padre, mesa abierta, incluyente, en la que no falte nadie. Por eso reafirmamos
nuestra opción preferencial y evangélica por los pobres».
100. Al mismo
tiempo, el documento —profundizando un tema ya presente en las Conferencias
precedentes del episcopado de América Latina— insiste en la necesidad de
considerar a las comunidades marginadas como sujetos capaces de crear su propia
cultura, más que como objetos de beneficencia. Esto implica que dichas
comunidades tienen el derecho de vivir el Evangelio, de celebrar y comunicar la
fe según los valores presentes en su cultura. La experiencia de la pobreza les
da la capacidad para reconocer aspectos de la realidad que otros no son capaces
de ver, y por esta razón la sociedad necesita escucharlos. Lo mismo vale para
la Iglesia, que debe valorizar positivamente la manera “popular” que ellos
tienen de vivir la fe.
Un hermoso texto
del documento final de Aparecida nos ayuda a reflexionar sobre este punto, para
encontrar la actitud correcta: «Sólo la cercanía que nos hace amigos nos
permite apreciar profundamente los valores de los pobres de hoy, sus legítimos
anhelos y su modo propio de vivir la fe. [...] Día a día, los pobres se
hacen sujetos de la evangelización y de la promoción humana integral: educan a
sus hijos en la fe, viven una constante solidaridad entre parientes y vecinos,
buscan constantemente a Dios y dan vida al peregrinar de la Iglesia. A la luz
del Evangelio reconocemos su inmensa dignidad y su valor sagrado a los ojos de
Cristo, pobre como ellos y excluido entre ellos. Desde esta experiencia
creyente, compartiremos con ellos la defensa de sus derechos».
101. Todo esto
comporta la presencia de un aspecto en la opción por los pobres que debemos
recordar constantemente: esta opción, en efecto, exige de nuestra parte «una
atención puesta en el otro […]. Esta atención amante es el inicio de una
verdadera preocupación por su persona, a partir de la cual deseo buscar
efectivamente su bien. Esto implica valorar al pobre en su bondad propia, con
su forma de ser, con su cultura, con su modo de vivir la fe. El verdadero
amor siempre es contemplativo, nos permite servir al otro no por necesidad o
por vanidad, sino porque él es bello, más allá de su apariencia. […] Sólo
desde esta cercanía real y cordial podemos acompañarlos adecuadamente en su
camino de liberación». Por esta razón,
dirijo un sincero agradecimiento a todos los que han escogido vivir entre los
pobres; es decir, a aquellos que no van a visitarlos de vez en cuando, sino que
viven con ellos y como ellos. Esta es una opción que debe encontrar lugar entre
las formas más altas de vida evangélica.
102. En esta
perspectiva, aparece claramente la necesidad de que «todos nos dejemos evangelizar»
por los pobres, y que todos reconozcamos «la misteriosa sabiduría que Dios
quiere comunicarnos a través de ellos».
Crecidos en la extrema precariedad, aprendiendo a sobrevivir en medio de
las condiciones más difíciles, confiando en Dios con la certeza de que nadie
más los toma en serio, ayudándose mutuamente en los momentos más oscuros, los
pobres han aprendido muchas cosas que conservan en el misterio de su corazón.
Aquellos entre nosotros que no han experimentado situaciones similares, de una
vida vivida en el límite, seguramente tienen mucho que recibir de esa fuente de
sabiduría que constituye la experiencia de los pobres. Sólo comparando nuestras
quejas con sus sufrimientos y privaciones, es posible recibir un reproche que
nos invite a simplificar nuestra vida.
UN DESAFÍO
PERMANENTE
103. He decidido
recordar esta bimilenaria historia de atención eclesial a los pobres y con los
pobres para mostrar que ésta forma parte esencial del camino ininterrumpido de
la Iglesia. El cuidado de los pobres forma parte de la gran Tradición de la Iglesia,
como un faro de luz que, desde el Evangelio, ha iluminado los corazones y los
pasos de los cristianos de todos los tiempos.
Por tanto, debemos sentir la
urgencia de invitar a todos a sumergirse en este río de luz y de vida que
proviene del reconocimiento de Cristo en el rostro de los necesitados y de los
que sufren. El amor a los pobres es un elemento esencial de la historia de
Dios con nosotros y, desde el corazón de la Iglesia, prorrumpe como una llamada
continua en los corazones de los creyentes, tanto en las comunidades como en
cada uno de los fieles.
La Iglesia, en
cuanto Cuerpo de Cristo, siente como su propia “carne” la vida de los pobres,
que son parte privilegiada del pueblo que va en camino. Por esta razón, el amor a los que son pobres —en cualquier modo en que
se manifieste dicha pobreza— es la garantía evangélica de una Iglesia fiel al
corazón de Dios. De hecho, cada renovación eclesial ha tenido siempre
como prioridad la atención preferencial por los pobres, que se diferencia,
tanto en las motivaciones como en el estilo, de las actividades de cualquier
otra organización humanitaria.
104. El
cristiano no puede considerar a los pobres sólo como un problema social; estos
son una “cuestión familiar”, son “de los nuestros”. Nuestra relación con
ellos no se puede reducir a una actividad o a una oficina de la Iglesia. Como
enseña la Conferencia de Aparecida, «se nos pide dedicar tiempo a los pobres,
prestarles una amable atención, escucharlos con interés, acompañarlos en los
momentos más difíciles, eligiéndolos para compartir horas, semanas o años de
nuestra vida, y buscando, desde ellos, la transformación de su situación. No
podemos olvidar que el mismo Jesús lo propuso con su modo de actuar y con sus
palabras».
El buen
samaritano de nuevo
105. La cultura dominante de los inicios de este milenio
instiga a abandonar a los pobres a su propio destino, a no juzgarlos dignos de
atención y mucho menos de aprecio. En la encíclica Fratelli Tutti el Papa
Francisco nos invitaba a reflexionar sobre la parábola del buen samaritano (cf.
Lucas 10,25-37), precisamente para profundizar en este punto. En dicha
parábola vemos que, frente a aquel hombre herido y abandonado en el camino, las
actitudes de aquellos que pasan son distintas. Sólo el buen samaritano se ocupa
de cuidarlo. Entonces vuelve la pregunta que interpela a cada uno en primera
persona:
«¿Con quién te
identificas? Esta pregunta es cruda, directa y determinante. ¿A cuál de ellos
te pareces? Nos hace
falta reconocer la tentación que nos circunda de desentendernos de los demás;
especialmente de los más débiles. Digámoslo, hemos crecido en muchos aspectos,
aunque somos analfabetos en acompañar, cuidar y sostener a los más frágiles y
débiles de nuestras sociedades desarrolladas. Nos acostumbramos a mirar para el
costado, a pasar de lado, a ignorar las situaciones hasta que estas nos golpean
directamente».
106. Y nos hace
mucho bien descubrir que aquella escena del buen samaritano se repite también
hoy. Recordemos esta situación de nuestros días: «Cuando encuentro a una
persona durmiendo a la intemperie, en una noche fría, puedo sentir que ese
bulto es un imprevisto que me interrumpe, un delincuente ocioso, un estorbo en
mi camino, un aguijón molesto para mi conciencia, un problema que deben
resolver los políticos, y quizá hasta una basura que ensucia el espacio
público. O puedo reaccionar desde la fe y la caridad, y reconocer en él a un
ser humano con mi misma dignidad, a una creatura infinitamente amada por el
Padre, a una imagen de Dios, a un hermano redimido por Jesucristo. ¡Eso es
ser cristianos! ¿O acaso puede entenderse la santidad al margen de este
reconocimiento vivo de la dignidad de todo ser humano?». ¿Qué hizo el buen samaritano?
107. La pregunta
se vuelve urgente, porque nos ayuda a darnos cuenta de una grave falta en
nuestras sociedades y también en nuestras comunidades cristianas. El hecho es
que muchas formas de indiferencia que hoy encontramos «son signos de un
estilo de vida generalizado, que se manifiesta de diversas maneras, quizás más
sutiles. Además, como todos estamos muy concentrados en nuestras propias
necesidades, ver a alguien sufriendo nos molesta, nos perturba, porque no
queremos perder nuestro tiempo por culpa de los problemas ajenos. Estos son
síntomas de una sociedad enferma, porque busca construirse de espaldas al
dolor. Mejor no caer en esa miseria. Miremos el modelo del buen
samaritano». Las últimas palabras de la
parábola evangélica —«Ve, y procede tú de la misma manera» (Lucas 10,37)— son
un mandamiento que un cristiano debe oír resonar cada día en su corazón.
Un desafío
ineludible para la Iglesia de hoy
108. En una época
particularmente difícil para la Iglesia de Roma, cuando las instituciones
imperiales estaban colapsando bajo la presión de los bárbaros, san Gregorio
Magno amonestaba a sus fieles de este modo: «Todos los días, si lo buscamos,
hallamos a Lázaro, y, aunque no lo busquemos, le tenemos a la vista. Ved que a
todas horas se presentan los pobres y que ahora nos piden ellos, que luego
vendrán como intercesores nuestros. [...] No perdáis el tiempo de la
misericordia; no hagáis caso omiso de los remedios que habéis recibido».
No sin valentía, él desafiaba los prejuicios
generalizados hacia los pobres, como los de quienes los consideraban
responsables de su propia miseria: «Cuando veis que algunos pobres hacen
algunas cosas reprensibles: no los despreciéis, no desconfiéis, porque tal vez
la fragua de la pobreza purifica el exceso de alguna maldad pequeñísima que los
mancha». No pocas veces, la riqueza nos
vuelve ciegos, hasta el punto de pensar que nuestra felicidad sólo puede
realizarse si logramos prescindir de los demás. En esto, los pobres pueden ser para nosotros como maestros
silenciosos, devolviendo nuestro orgullo y arrogancia a una justa humildad.
109. Si es verdad
que los pobres son sostenidos por quienes tienen medios económicos, también se
puede afirmar con certeza lo contrario. Esta es una sorprendente experiencia
corroborada por la misma tradición cristiana y que se vuelve un verdadero punto
de inflexión en nuestra vida personal, cuando caemos en la cuenta de que
justamente los pobres son quienes nos evangelizan. ¿De qué manera? Los
pobres, en el silencio de su misma condición, nos colocan frente a la realidad
de nuestra debilidad. El anciano, por ejemplo, con la debilidad de su
cuerpo, nos recuerda nuestra vulnerabilidad, aun cuando buscamos esconderla
detrás del bienestar o de la apariencia.
Además, los
pobres nos hacen reflexionar sobre la precariedad de aquel orgullo agresivo con
el que frecuentemente afrontamos las dificultades de la vida. En esencia,
ellos revelan nuestra fragilidad y el vacío de una vida aparentemente protegida
y segura. Al respecto, volvemos a escuchar estas palabras de san Gregorio
Magno: «Nadie, pues, se cuente seguro diciendo: Ea, yo no robo lo ajeno, sino
que disfruto buenamente de los bienes que he recibido; porque este rico no fue
castigado precisamente por robar lo ajeno, sino porque malamente reservó para
sí solo los bienes que había recibido. También le llevó al infierno esto: el no
vivir temeroso en medio de su felicidad, el hacer servir a su arrogancia los
dones recibidos, el no tener entrañas de caridad».
110. Para
nosotros cristianos, la cuestión de los pobres conduce a lo esencial de nuestra
fe. La opción preferencial por los pobres, es decir, el amor de la Iglesia
hacia ellos, como enseñaba san Juan Pablo II, «es determinante y pertenece a su
constante tradición, la impulsa a dirigirse al mundo en el cual, no obstante el
progreso técnico-económico, la pobreza amenaza con alcanzar formas
gigantescas». La realidad es que los
pobres para los cristianos no son una categoría sociológica, sino la misma
carne de Cristo. En efecto, no es suficiente limitarse a enunciar en modo
general la doctrina de la encarnación de Dios; para adentrarse en serio en este
misterio, en cambio, es necesario especificar que el Señor se hace carne, carne
que tiene hambre, que tiene sed, que está enferma, encarcelada. «Una Iglesia
pobre para los pobres empieza con ir hacia la carne de Cristo. Si vamos hacia
la carne de Cristo, comenzamos a entender algo, a entender qué es esta pobreza,
la pobreza del Señor. Y esto no es fácil».
111. El corazón de la Iglesia, por su misma naturaleza, es
solidario con aquellos que son pobres, excluidos y marginados, con aquellos que
son considerados un “descarte” de la sociedad. Los pobres están en el
centro de la Iglesia, porque es desde la «fe en Cristo hecho pobre, y
siempre cercano a los pobres y excluidos, [que] brota la preocupación por el
desarrollo integral de los más abandonados de la sociedad». En el corazón de cada fiel se encuentra «la
exigencia de escuchar este clamor [que] brota de la misma obra liberadora de la
gracia en cada uno de nosotros, por lo cual no se trata de una misión reservada
sólo a algunos».
112. A veces se
percibe en algunos movimientos o grupos cristianos la carencia o incluso la
ausencia del compromiso por el bien común de la sociedad y, en particular, por
la defensa y la promoción de los más débiles y desfavorecidos. A este respecto,
es necesario recordar que la religión, especialmente la cristiana, no puede
limitarse al ámbito privado, como si los fieles no tuvieran que preocuparse
también de los problemas relativos a la sociedad civil y de los
acontecimientos que afectan a los ciudadanos.
113. En realidad,
«cualquier comunidad de la Iglesia, en la medida en que pretenda subsistir
tranquila sin ocuparse creativamente y cooperar con eficiencia para que los
pobres vivan con dignidad y para incluir a todos, también correrá el riesgo
de la disolución, aunque hable de temas sociales o critique a los gobiernos.
Fácilmente terminará sumida en la mundanidad espiritual, disimulada con
prácticas religiosas, con reuniones infecundas o con discursos vacíos».
114. No estamos
hablando sólo de la asistencia y del necesario compromiso por la justicia. Los
creyentes deben darse cuenta de otra forma de incoherencia respecto a los
pobres. En verdad, «la peor discriminación que
sufren los pobres es la falta de atención espiritual […]. La opción
preferencial por los pobres debe traducirse principalmente en una atención
religiosa privilegiada y prioritaria». No
obstante, esta atención espiritual hacia los pobres es puesta en discusión por
ciertos prejuicios, también por parte de cristianos, porque nos sentimos más a
gusto sin los pobres.
Hay quienes
siguen diciendo: “Nuestra tarea es rezar y enseñar la verdadera doctrina”.
Pero, desvinculando este aspecto religioso de la promoción integral,
agregan que sólo el gobierno debería encargarse de ellos, o que sería mejor
dejarlos en la miseria, para que aprendan a trabajar. A veces, sin embargo, se
asumen criterios pseudocientíficos para decir que la libertad de mercado traerá
espontáneamente la solución al problema de la pobreza. O incluso, se opta por
una pastoral de las llamadas élites, argumentando que, en vez de perder el
tiempo con los pobres, es mejor ocuparse de los ricos, de los poderosos y de
los profesionales, para que, por medio de ellos, se puedan alcanzar soluciones
más eficaces. Es fácil percibir la mundanidad que se esconde detrás de estas
opiniones; estas nos llevan a observar la realidad con criterios superficiales
y desprovistos de cualquier luz sobrenatural, prefiriendo círculos sociales
que nos tranquilizan o buscando privilegios que nos acomodan.
Aún hoy, dar
115. Es bueno
dedicar una última palabra a la limosna, que hoy no goza de buena fama, a
menudo incluso entre los creyentes. No sólo no se practica, sino que además se
desprecia. Por un lado, confirmo que la ayuda más importante para una persona
pobre es promoverla a tener un buen trabajo, para que pueda ganarse una vida
más acorde a su dignidad, desarrollando sus capacidades y ofreciendo su
esfuerzo personal. El hecho es que «la falta de trabajo es mucho más que la
falta de una fuente de ingresos para poder vivir. El trabajo es también
esto, pero es mucho, mucho más. Trabajando nosotros nos hacemos más persona,
nuestra humanidad florece, los jóvenes se convierten en adultos solamente
trabajando.
La Doctrina
Social de la Iglesia ha visto siempre el trabajo humano como participación en
la creación que continúa cada día, también gracias a las manos, a la mente y al
corazón de los trabajadores». Por otro
lado, si aún no existe esta posibilidad concreta, no podemos correr el
riesgo de dejar a una persona abandonada a su suerte, sin lo indispensable
para vivir dignamente. Y, por tanto, la limosna sigue siendo un momento
necesario de contacto, de encuentro y de identificación con la situación de los
demás.
116. Es evidente,
para quien ama de verdad, que la limosna no exime de sus responsabilidades a
las autoridades competentes, ni elimina el compromiso organizado de las
instituciones, y mucho menos sustituye la lucha legítima por la justicia. Sin
embargo, invita al menos a detenerse y a mirar al pobre a la cara, a tocarle y
compartir con él algo de lo suyo. De cualquier manera, la limosna, por
pequeña que sea, infunde pietas en una vida social en la que todos se preocupan
de su propio interés personal. Dice el libro de los Proverbios: «El hombre
generoso será bendecido, porque comparte su pan con el pobre» (Proverbios
22,9).
117. Tanto el
Antiguo como el Nuevo Testamento contienen auténticos himnos a la limosna:
«Pero tú sé indulgente con el humilde y no le hagas esperar tu limosna, […] que
el tesoro encerrado en tus graneros sea la limosna, y ella te preservará de
todo mal» (Sirácida 29,8.12). Y Jesús retoma esta enseñanza: «Vendan sus bienes
y denlos como limosna. Háganse bolsas que no se desgasten y acumulen un tesoro
inagotable en el cielo» (Lucas 12,33).
118. A san Juan
Crisóstomo se le atribuía esta exhortación: «La limosna es el ala de la
oración; si no le das alas a la oración, no volará». Y san Gregorio Nacianceno concluía una de sus
célebres oraciones con estas palabras: «En verdad, si en algo confiáis en mí,
siervos de Cristo, hermanos y coherederos, mientras llega el momento, visitemos
a Cristo, curemos a Cristo, alimentemos a Cristo, vistamos a Cristo, hospedemos
a Cristo, honremos a Cristo; no sólo en la mesa, como algunos; ni con perfumes,
como María; no sólo en el sepulcro, como José de Arimatea; ni con lo relativo a
la sepultura, como Nicodemo, que amaba a Cristo a medias; ni con oro, incienso
y mirra, como los Magos, anteriores a los mencionados; sino puesto que el Señor
del universo quiere misericordia y no sacrificio […], ofrezcámosle esa
compasión por medio de los necesitados y de los que ahora se encuentran
arrojados por tierra, para que, cuando salgamos de aquí abajo, seamos recibidos
en las moradas eternas».
119. Hay que
alimentar el amor y las convicciones más profundas, y eso se hace con gestos.
Permanecer en el mundo de las ideas y las discusiones, sin gestos personales,
asiduos y sinceros, sería la perdición de nuestros sueños más preciados. Por
esta sencilla razón, como cristianos, no renunciamos a la limosna. Es un
gesto que se puede hacer de diferentes formas, y que podemos intentar hacer de
la manera más eficaz, pero es preciso hacerlo. Y siempre será mejor hacer
algo que no hacer nada. En todo caso nos llegará al corazón. No será la
solución a la pobreza mundial, que hay que buscar con inteligencia, tenacidad y
compromiso social. Pero necesitamos practicar la limosna para tocar la carne
sufriente de los pobres.
120. El amor
cristiano supera cualquier barrera, acerca a los lejanos, reúne a los extraños,
familiariza a los enemigos, atraviesa abismos humanamente insuperables, penetra
en los rincones más ocultos de la sociedad. Por su naturaleza, el amor
cristiano es profético, hace milagros, no tiene límites: es para lo imposible.
El amor es ante todo un modo de concebir la vida, un modo de vivirla. Pues
bien, una Iglesia que no pone límites al amor, que no conoce enemigos a los
que combatir, sino sólo hombres y mujeres a los que amar, es la Iglesia que el
mundo necesita hoy.
121. Ya sea a
través del trabajo que ustedes realizan, o de su compromiso por cambiar las
estructuras sociales injustas, o por medio de esos gestos sencillos de ayuda,
muy cercanos y personales, será posible para aquel pobre sentir que las
palabras de Jesús son para él: «Yo te he amado» (Apocalipsis 3,9).
Dado en Roma,
junto a San Pedro, el 4 de octubre, memoria de san Francisco de Asís, del año
2025, primero de mi Pontificado. Fuente: Vatican. Va.