5 de octubre 2025 La cuestión no es “partir”, sino permanecer. Homilía Papa León XIV Jubileo mundo misionero
y migrante. Plaza de san Pedro.
Queridos hermanos y hermanas:
Celebramos hoy el Jubileo del Mundo Misionero y de los
Migrantes. Es una hermosa ocasión para reavivar en nosotros la conciencia de la
vocación misionera, que nace del deseo de llevar a todos la alegría y la
consolación del Evangelio, especialmente a aquellos que viven una historia
difícil y herida. Pienso en modo particular en los hermanos migrantes, que
han debido abandonar su tierra, muchas veces dejando a sus seres queridos,
atravesando las noches de miedo y de soledad, padeciendo en su propia piel la
discriminación y la violencia.
Estamos aquí porque, ante la tumba del apóstol Pedro, cada
uno de nosotros debe decir con alegría: toda la Iglesia es misionera, y es
urgente —como afirmó el Papa Francisco— que «salga a anunciar el Evangelio a
todos, en todos los lugares, en todas las ocasiones, sin demoras, sin asco y
sin miedo» (Exhortación apostólica Evangelii Gaudium, 23).
El Espíritu nos manda continuar la obra de Cristo en las
periferias del mundo, marcadas a veces por la guerra, la injusticia y por el
sufrimiento. Ante estos escenarios oscuros, brota de nuevo el grito que tantas
veces en la historia se ha elevado a Dios: Señor, ¿por qué no intervienes?,
¿por qué pareces ausente? Este grito de dolor es una forma de oración que
permea toda la Escritura y, esta mañana, lo hemos escuchado del profeta
Habacuc: «¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio sin que tú escuches […]
¿Por qué me haces ver la iniquidad y te quedas mirando la opresión?» (Habacuc
1,2-3).
El Papa Benedicto XVI, que recogió estos interrogantes
durante su histórica visita a Auschwitz, retomó el tema en una catequesis,
afirmando: «Dios calla, y este silencio lacera el ánimo del orante, que llama
incesantemente, pero sin encontrar respuesta. […] Dios parece tan distante,
olvidadizo, tan ausente» (Catequesis, 14 septiembre 2011).
La respuesta del Señor, sin embargo, nos abre a la
esperanza. Si el profeta denuncia la fuerza ineluctable del mal que parece
prevalecer, el Señor por su parte le anuncia que todo esto tiene un momento
fijado, un término, porque la salvación vendrá y no tardará: «El que no
tiene el alma recta, sucumbirá, pero el justo vivirá por su fidelidad» (Habacuc
2, 4).
Hay una vida, por tanto, una nueva posibilidad de vida y de
salvación que proviene de la fe, porque la fe no sólo nos ayuda a resistir
al mal perseverando en el bien, sino que trasforma nuestra existencia hasta
hacerla un instrumento de la salvación que Dios sigue queriendo realizar en el
mundo. Y, como nos dice Jesús en el Evangelio, se trata de una fuerza mansa, la
fe no se impone con los medios del poder y en modos extraordinarios; es
suficiente un grano de mostaza para logar cosas impensables (cf. Lucas 17,6),
porque lleva en sí la fuerza del amor de Dios que abre caminos de salvación.
Es una salvación que se realiza cuando nos comprometemos en
primera persona y nos hacemos cargo, con la compasión del Evangelio, del
sufrimiento del prójimo; es una salvación que se hace camino, de forma
silenciosa y aparentemente ineficaz, en los gestos y en las palabras
cotidianas, que son como la pequeña semilla de la que habla Jesús; es una
salvación que lentamente crece cuando nos hacemos “siervos inútiles”, es
decir, cuando nos ponemos al servicio del Evangelio y de los hermanos no para
buscar nuestros intereses, sino sólo para llevar al mundo el amor del Señor.
Con esta confianza, estamos llamados a renovar en nosotros
el fuego de la vocación misionera. Como afirmaba san Pablo VI, «nos
corresponde a nosotros anunciar el Evangelio en este período extraordinario de
la historia humana, un tiempo, ciertamente, sin precedentes, en el que, a
vértices de progreso, nunca antes logrados, se asocian abismos de perplejidad y
desesperación, también sin precedentes» (Mensaje para la Jornada Mundial de las
Misiones, 25 junio 1971).
Hermanos y hermanas, hoy se abre en la historia de la
Iglesia una época misionera nueva.
Si por un largo periodo hemos asociado la misión con el
“partir”, el ir hacia tierras lejanas que no habían conocido el Evangelio o se
encontraban en situaciones de pobreza, hoy las fronteras de la misión ya no son
las geográficas, porque son la pobreza, el sufrimiento y el deseo de una
esperanza mayor las que vienen hacia nosotros.
Nos lo atestigua la historia de muchos de nuestros hermanos
migrantes, el drama de su fuga de la violencia, el sufrimiento que los
acompaña, el miedo a no lograrlo, el riesgo de peligrosas travesías a lo largo
de las costas del mar, su grito de dolor y desesperación. Hermanos y hermanas,
esas barcas que esperan avistar un puerto seguro en el que detenerse y esos
ojos llenos de angustia y esperanza que buscan una tierra firme a la que
llegar, no pueden y no deben encontrar la frialdad de la indiferencia o el
estigma de la discriminación.
La cuestión no es “partir”, sino más bien “permanecer”
para anunciar a Cristo a través de la acogida, la compasión y la solidaridad.
Permanecer sin refugiarnos en la comodidad de nuestro individualismo, quedarnos
para mirar a la cara a aquellos que llegan desde tierras lejanas y sufrientes,
permanecer para abrirles los brazos y el corazón, acogerles como hermanos, ser
para ellos una presencia de consolación y esperanza.
Son tantas las misioneras, los misioneros, pero también los
creyentes y las personas de buena voluntad, que trabajan al servicio de los
migrantes, y para promover una nueva cultura de la fraternidad sobre el tema
de la migración, más allá de los estereotipos y los prejuicios. Pero este
precioso servicio interpela a cada uno de nosotros, en la medida de sus
posibilidades. Este es el tiempo —como afirmaba Papa Francisco— de
constituirnos todos en un «estado permanente de misión» (Exhortación apostólica
Evangelii Gaudium, 25).
Todo esto exige al menos dos grandes compromisos misioneros:
la cooperación misionera y la vocación misionera.
En primer lugar, les pido promover una renovada
cooperación misionera entre las Iglesias. En las comunidades de antigua
tradición cristiana como las occidentales, la presencia de muchos hermanos y
hermanas del sur del mundo debe ser acogida como una oportunidad, para un
intercambio que renueva el rostro de la Iglesia y suscita un cristianismo más
abierto, más vivo y más dinámico. Al mismo tiempo, cada misionero que parte
para otras tierras, está llamado a habitar las culturas que encuentra con
sagrado respeto, dirigiendo al bien todo lo que encuentra de bueno y de
noble, y llevándoles la profecía del Evangelio.
Quisiera además recordar la belleza y la importancia de las
vocaciones misioneras. Me dirijo en particular a la Iglesia europea. Hoy se
necesita un nuevo impulso misionero, de los laicos, religiosos y sacerdotes
que ofrezcan su servicio en las tierras de misión, de nuevas propuestas y
experiencia vocacionales capaces de suscitar este deseo, especialmente en los
jóvenes.
Queridos hermanos y hermanas, envío con afecto mi bendición
al clero local de las Iglesias particulares, a los misioneros y a las
misioneras, a aquellos que están en discernimiento vocacional. Mientras que a
los emigrantes les digo: son siempre bienvenidos. Los mares y los desiertos que
han atravesado, en la Escritura son “lugares de salvación”, en los que Dios
se hizo presente para salvar a su pueblo. Les deseo encontrar este rostro de
Dios en las misioneras y en los misioneros que encontrarán.
Encomiendo a todos a la intercesión de María, primera
misionera de su Hijo, que se pone en camino sin demora hacia los montes de
Judea, llevando a Jesús en su seno y poniéndose al servicio de Isabel. Ella nos
sostenga, para que cada uno de nosotros sea colaborador del Reino de Cristo,
Reino de amor, de justicia y de paz. Fuente e Imagen de Vatican. Va