1 de octubre 2025 “La resurrección no es la cancelación del
pasado” Audiencia Papa León XIV. La Pascua de Jesús. Plaza de san Pedro.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El centro de nuestra fe y el corazón de nuestra esperanza se
encuentran profundamente enraizados en la resurrección de Cristo. Leyendo con
atención los Evangelios, nos damos cuenta de que este misterio es sorprendente
no solo porque un hombre -el Hijo de Dios- resucitó de entre los muertos, sino
también por el modo en que eligió hacerlo.
De hecho, la resurrección de
Jesús no es un triunfo estruendoso, no es una venganza o una revancha
contra sus enemigos. Es el testimonio maravilloso de cómo el amor es capaz de
levantarse después de una gran derrota para proseguir su imparable camino.
Cuando nos recuperamos de un trauma causado por los demás, a
menudo la primera reacción es la rabia, el deseo de hacer pagar a alguien lo
que hemos sufrido. El Resucitado no actúa de este modo. Cuando emerge de los
abismos de la muerte, Jesús no se toma ninguna venganza. No regresa con gestos
de potencia, sino que manifiesta con mansedumbre la alegría de un amor más
grande que cualquier herida y más fuerte que cualquier traición.
El Resucitado no siente la necesidad de reiterar o afirmar
su propia superioridad. Él se aparece a sus amigos -los discípulos-, y lo
hace con extrema discreción, sin forzar los tiempos de su capacidad de
acoger. Su único deseo es volver a estar en comunión con ellos, ayudándolos a
superar el sentimiento de culpa. Lo vemos muy bien en el cenáculo, donde el
Señor se aparece a sus amigos aprisionados por el miedo. Es un momento que
expresa una fuerza extraordinaria: Jesús, después de haber descendido a los
abismos de la muerte para liberar a quienes allí estaban prisioneros, entra en
la habitación cerrada de quienes están paralizados por el miedo, llevándoles un
don que ninguno hubiera osado esperar: la paz.
Su saludo es simple, casi habitual: «¡Paz a vosotros!» (Juan
20, 19). Pero va acompañado de un gesto tan bello que resulta casi inapropiado:
Jesús muestra a los discípulos las manos y el costado con los signos de la
pasión. ¿Por qué exhibir sus heridas precisamente ante quienes, en aquellas
horas dramáticas, lo renegaron y lo abandonaron? ¿Por qué no esconder aquellos
signos de dolor y evitar que se reabra la herida de la vergüenza?
Y, sin embargo, el Evangelio dice que, al ver al Señor, los
discípulos se llenaron de alegría (cf. Juan 20, 20). El motivo es profundo: Jesús
está ya plenamente reconciliado con todo lo que ha sufrido. No guarda ningún
rencor. Las heridas no sirven para reprender, sino para confirmar un amor
más fuerte que cualquier infidelidad. Son la prueba de que, precisamente en el
momento en que hemos fallado, Dios no se ha echado atrás. No ha renunciado a
nosotros.
Así, el Señor se muestra nudo y desarmado. No exige, no
chantajea. Su amor no humilla; es la paz de quien ha sufrido por amor y ahora
finalmente puede afirmar que ha valido la pena.
Nosotros, en cambio, a menudo ocultamos nuestras heridas por
orgullo o por el temor de parecer débiles. Decimos “no importa”, “ya ha pasado
todo”, pero no estamos realmente en paz con las traiciones que nos han herido. A
veces preferimos esconder nuestro esfuerzo por perdonar para no parecer
vulnerables y no correr el riesgo de sufrir de nuevo. Jesús no. Él ofrece
sus llagas como garantía de perdón. Y muestra que la resurrección no es la
cancelación del pasado, sino su transfiguración en una esperanza de
misericordia.
Luego, el Señor repite: «¡Paz a vosotros!». Y añade: «Como
el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (v. 21). Con estas palabras,
confía a los apóstoles una tarea que no es tanto un poder como una
responsabilidad: ser instrumentos de reconciliación en el mundo. Es como
si dijese: «¿Quién podrá anunciar el Rostro misericordioso del Padre sino
vosotros, que habéis experimentado el fracaso y el perdón?».
Jesús sopla sobre ellos y les dona el Espíritu Santo (v.
22). Es el mismo Espíritu que lo ha sostenido en la obediencia al Padre y en el
amor hasta la cruz. Desde ese momento, los apóstoles ya no podrán callar lo que
han visto y oído: que Dios perdona, levanta, restaura la confianza.
El centro de la misión de la Iglesia no consiste en
administrar un poder sobre los demás, sino en comunicar la alegría de quien ha
sido amado precisamente cuando no se lo merecía. Es la fuerza que ha hecho
nacer y crecer la comunidad cristiana: hombres y mujeres que han descubierto la
belleza de volver a la vida para poder donarla a los demás.
Queridos hermanos y hermanas, también nosotros somos
enviados. El Señor también nos enseña sus heridas y dice: Paz a vosotros. No
tengan miedo de mostrar sus heridas sanadas por la misericordia. No temáis
aproximaros a quien está encerrado en el miedo o en el sentimiento de culpa.
Que el soplo del Espíritu nos haga también a nosotros testigos de esta paz y de
este amor más fuertes que toda derrota. Fuente e Imagen de Vatican. Va