12 de octubre 2025. “Lo que consideramos excesivo, Dios lo
resucita” Homilía Papa León XIV Jubileo de la espiritualidad mariana. Plaza de
san Pedro.
Queridos hermanos y hermanas:
El apóstol Pablo se dirige hoy a cada uno de nosotros, como
a Timoteo: «Acuérdate de Jesucristo, que resucitó de entre los muertos y es
descendiente de David» (2 Timoteo 2, 8). La espiritualidad mariana, que
alimenta nuestra fe, tiene a Jesús como centro. Como el domingo, que abre cada
nueva semana en el horizonte de su resurrección de entre los muertos.
«Acuérdate de Jesucristo»: esto es lo único que cuenta, esto es lo que marca la
diferencia entre las espiritualidades humanas y el camino de Dios. «Encadenado
como un malhechor» (v. 9),
Pablo nos recomienda no perder el centro, no vaciar el
nombre de Jesús de su historia, de su cruz. Lo que nosotros consideramos
excesivo y lo crucificamos, Dios lo resucita porque «no puede renegar de sí
mismo» (v. 13). Jesús es la fidelidad de Dios, la fidelidad de Dios a sí mismo.
Por lo tanto, es necesario que el domingo nos haga cristianos, es decir, que
llene de la memoria incandescente de Jesús nuestro sentir y nuestro pensar,
modificando nuestra convivencia, nuestra forma de habitar la tierra. Toda
espiritualidad cristiana se desarrolla a partir de este fuego y contribuye a
hacerlo más vivo.
La lectura del Segundo Libro de los Reyes (5, 14-17) nos ha
recordado la curación de Naamán, el sirio. El mismo Jesús comenta este pasaje
en la sinagoga de Nazaret (cf. Lucas 4, 27), y el efecto de su interpretación
sobre la gente de su pueblo fue desconcertante. Decir que Dios había salvado a
ese extranjero enfermo de lepra en lugar de aquellos que estaban en Israel
desencadenó una reacción general: «Al oír estas palabras, todos los que estaban
en la sinagoga se enfurecieron y, levantándose, lo empujaron fuera de la
ciudad, hasta un lugar escarpado de la colina sobre la que se levantaba la
ciudad, con intención de despeñarlo» (Lucas 4, 28-29).
El evangelista no menciona la presencia de María, que podría
haber estado allí y haber experimentado lo que le había anunciado el anciano
Simeón cuando llevó al niño Jesús al Templo: «Este niño será causa de caída y
de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma
una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los
pensamientos íntimos de muchos» (Lucas 2, 34-35).
Sí, queridos hermanos, «la Palabra de Dios es viva y eficaz,
y más cortante que cualquier espada de doble filo: ella penetra hasta la raíz
del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula, y discierne los
pensamientos y las intenciones del corazón» (Hebreos 4,12). Así, el Papa
Francisco vio a su vez, en la historia de Naamán el sirio, una palabra
penetrante y actual para la vida de la Iglesia. Dirigiéndose a la Curia Romana,
dijo: «este hombre estaba obligado a convivir con un drama terrible: era
leproso. Su armadura, la misma que le proporcionaba prestigio, en realidad
cubría una humanidad frágil, herida, enferma. Esta contradicción a menudo la
encontramos en nuestras vidas: a veces los grandes dones son la armadura para
cubrir grandes fragilidades. […]
Si Naamán sólo hubiera seguido acumulando medallas para
poner en su armadura, al final habría sido devorado por la lepra; aparentemente
vivo, sí, pero cerrado y aislado en su enfermedad». De este peligro nos libera
Jesús, Él que no lleva armaduras, sino que nace y muere desnudo; Él que ofrece
su don sin obligar a los leprosos sanados a reconocerlo: sólo un samaritano, en
el Evangelio, parece darse cuenta de que ha sido salvado (cf. Lucas 17, 11-19).
Quizás, cuantos menos títulos se puedan ostentar, más claro está que el amor
es gratuito. Dios es puro don, sola gracia, pero ¡cuántas voces y
convicciones pueden separarnos también hoy de esta verdad desnuda y disruptiva!
Hermanos y hermanas, la espiritualidad mariana está al
servicio del Evangelio: revela su sencillez. El afecto por María de Nazaret nos
hace, junto con ella, discípulos de Jesús, nos educa a volver a Él, a meditar y
a relacionar los acontecimientos de la vida en los que el Resucitado continúa a
visitarnos y llamarnos. La espiritualidad mariana nos sumerge en la historia
sobre la que se abrió el cielo, nos ayuda a ver a los soberbios dispersos
en los pensamientos de su corazón, a los poderosos derribados de sus tronos, a
los ricos despedidos con las manos vacías.
Nos compromete a colmar de bienes a los hambrientos, a
enaltecer a los humildes, a recordar la misericordia de Dios y a confiar en el
poder de su brazo (cf. Lucas 1, 51-54). Su Reino, en efecto, viene y nos
involucra, precisamente como a María, a quien pidió el “sí”, pronunciado una
vez, y luego renovado día tras día.
Los leprosos que en el Evangelio no vuelven a dar las
gracias nos recuerdan, de hecho, que la gracia de Dios también puede
alcanzarnos y no encontrar respuesta, puede curarnos y seguir sin
comprometernos. Cuidémonos, pues, de ese subir al templo que no nos lleva a
seguir a Jesús. Existen formas de culto que no nos unen a los demás y nos
anestesian el corazón. Entonces no vivimos verdaderos encuentros con aquellos
que Dios pone en nuestro camino; no participamos, como lo hizo María, en el
cambio del mundo y en la alegría del Magníficat. Cuidémonos de toda
instrumentalización de la fe, que corre el riesgo de transformar a los
diferentes —a menudo los pobres— en enemigos, en “leprosos” a los que hay que
evitar y rechazar.
El camino de María va tras el de Jesús, y el de Jesús es
hacia cada ser humano, especialmente hacia los pobres, los heridos, los
pecadores. Por eso, la auténtica espiritualidad mariana hace actual en la
Iglesia la ternura de Dios, su maternidad. «Porque —como leemos en la
Exhortación apostólica Evangelii Gaudium— cada vez que miramos a María volvemos
a creer en lo revolucionario de la ternura y del cariño.
En ella vemos que
la humildad y la ternura no son virtudes de los débiles sino de los fuertes,
que no necesitan maltratar a otros para sentirse importantes. Mirándola
descubrimos que la misma que alababa a Dios porque «derribó de su trono a los
poderosos» y «despidió vacíos a los ricos» (Lucas 1, 52.53) es la que pone
calidez de hogar en nuestra búsqueda de justicia» (n. 288).
Queridos
hermanos, en este mundo que busca la justicia y la paz, mantengamos viva la
espiritualidad cristiana, la devoción popular por aquellos hechos y lugares
que, bendecidos por Dios, han cambiado para siempre la faz de la tierra.
Hagamos de ella un motor de renovación y transformación, como pide el Jubileo,
tiempo de conversión y restitución, de replanteamiento y liberación. Que María
Santísima, nuestra esperanza, interceda por nosotros y nos oriente siempre
hacia Jesús, el Señor crucificado. En él está la salvación para todos. Fuente e
Imagen de Vatican. Va
