19 de octubre 2025 “La oración sostiene la vida del alma”
Homilía Papa León XIV. Canonización de 7 Beatos. Plaza de san Pedro.
Queridos hermanos y hermanas:
Precisamente hoy están ante nosotros siete testigos, los
nuevos santos y las nuevas santas, que con la gracia de Dios han mantenido
encendida la lámpara de la fe, más aún, han sido ellos mismos lámparas capaces
de difundir la luz de Cristo.
La fe, comparada con grandes bienes materiales y culturales,
científicos y artísticos, sobresale; no porque estos bienes sean despreciables,
sino porque sin fe pierden el sentido. La relación con Dios es de máxima
importancia porque Él ha creado de la nada todas las cosas, en el principio de
los tiempos, y salva de la nada todo aquello que en el tiempo termina. Una
tierra sin fe estaría poblada de hijos que viven sin Padre, es decir, de
criaturas sin salvación.
Es por eso que Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, se
pregunta por la fe: si desapareciese del mundo, ¿qué ocurriría? El cielo y
la tierra quedarían como están, pero nuestro corazón carecería de esperanza;
la libertad de todos sería derrotada por la muerte; nuestro deseo de vida
precipitaría en la nada. Sin fe en Dios, no podemos esperar en la salvación.
La pregunta de Jesús nos inquieta, sí, pero sólo si
olvidamos que es Él mismo quien la pronuncia. Las palabras del Señor, en
efecto, son siempre evangelio, es decir, anuncio gozoso de salvación. Esta
salvación es el don de la vida eterna que recibimos del Padre, mediante el
Hijo, con la fuerza del Espíritu Santo.
Queridos hermanos y hermanas, precisamente por esto Cristo
habla a sus discípulos de la necesidad de «orar siempre sin desanimarse»
(Lucas 18,1). Así como no nos cansamos de respirar, del mismo modo no nos
cansemos de orar. Como la respiración sostiene la vida del cuerpo, así la
oración sostiene la vida del alma. La fe, ciertamente, se expresa en la
oración y la oración auténtica vive de la fe.
Jesús nos indica este vínculo con una parábola. Un juez
permanece sordo ante las persistentes peticiones de una viuda, cuya insistencia
lo lleva, finalmente, a actuar. A primera vista, esa tenacidad se nos presenta
como un gran ejemplo de esperanza, especialmente en el tiempo de la prueba y la
tribulación. La perseverancia de la mujer y el comportamiento del juez, que
actúa de mala gana, preparan una pregunta provocadora de Jesús. Dios, el
Padre bueno, «¿no hará justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche?»
(Lucas 18, 7).
Hagamos resonar estas palabras en nuestra conciencia. El
Señor nos está preguntando si creemos que Dios es juez justo para todos. El
Hijo nos pregunta si creemos que el Padre quiere siempre nuestro bien y la
salvación de cada persona. A este propósito, dos tentaciones ponen a prueba
nuestra fe. La primera toma fuerza en el escándalo del mal, llevándonos a
pensar que Dios no escucha el llanto de los oprimidos ni tiene piedad del dolor
inocente. La segunda tentación es la pretensión de que Dios deba actuar como
queremos nosotros. Entonces, la oración deja de ser tal para convertirse en
una orden, con la cual enseñamos a Dios cómo ser justo y eficaz.
Jesús, testigo perfecto de la confianza filial, nos libra de
ambas tentaciones. Él es el inocente, que sobre todo durante su pasión reza
así: “Padre, hágase tu voluntad” (cf. Lucas 22, 42). Son las mismas palabras
que el Maestro nos entrega en la oración del Padrenuestro. Pase lo que pase, Jesús
se confía como Hijo al Padre; por eso nosotros, como hermanos y hermanas en su
nombre, proclamamos: «En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y
salvación darte gracias, Padre santo, siempre y en todo lugar, por Jesucristo,
tu Hijo amado» (Misal Romano, Plegaria eucarística II, Prefacio).
La oración de la Iglesia nos recuerda que Dios hace
justicia a todos, entregando su vida por todos. Así, cuando gritamos al
Señor: “¿dónde estás?”, transformamos esta invocación en oración, y entonces
reconocemos que Dios está ahí donde el inocente sufre. La cruz de Cristo revela
la justicia de Dios. Y la justicia de Dios es el perdón. Él ve el mal y
lo redime, cargándolo sobre sí.
Cuando estamos crucificados por el dolor y por la violencia,
por el odio y por la guerra, Cristo está ya ahí, en la cruz por nosotros y con
nosotros. No hay llanto que Dios no consuele, no hay lágrima que esté lejos de
su corazón. El Señor nos escucha, nos abraza como somos, para hacernos como es
Él. En cambio, quien rechaza la misericordia de Dios permanece incapaz de
misericordia para con el prójimo. Quien no acoge la paz como un don, no
sabrá dar la paz.
Queridos hermanos y hermanas, ahora comprendemos que las
preguntas de Jesús son una enérgica invitación a la esperanza y a la acción. Cuándo
el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe en la providencia de Dios? Es
esta fe, precisamente, la que sostiene nuestro compromiso con la justicia,
porque creemos que Dios salva al mundo por amor, liberándonos del fatalismo.
Por tanto, preguntémonos: cuando escuchamos la llamada de quien está en
dificultad, ¿somos testigos del amor del Padre, como Cristo lo ha sido para
todos? Él es el humilde que llama a los prepotentes a la conversión, el
justo que nos hace justos, como lo atestiguan los nuevos santos de hoy. No
son héroes, o paladines de un ideal cualquiera, sino hombres y mujeres
auténticos.
Estos fieles amigos de Cristo son mártires por su fe, como
el obispo Ignacio Choukrallah Maloyan y el catequista Pedro To Rot; son
evangelizadores y misioneros como sor María Troncatti; son carismáticas
fundadoras, como sor Vicenta María Poloni y sor Carmen Rendiles Martínez; son
bienhechores de la humanidad con sus corazones encendidos de devoción, como
Bartolo Longo y José Gregorio Hernández Cisneros.
Que su intercesión nos asista en las pruebas y su ejemplo
nos inspire en la común vocación a la santidad. Mientras peregrinamos hacia
esa meta, no nos cansemos de orar, cimentados en lo que hemos aprendido y
creemos firmemente (cf. 2 Timoteo 3, 14). De ese modo, la fe en la tierra
sostiene la esperanza en el cielo. Fuente e Imagen de Vatican. Va